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Dígaselo con flores

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Carole Fékété. Fleurs series, 2003–06. Courtesy of the artist and Galerie Baudoin Lebon, Paris.

Por qué razón la idea de belleza se centra en unos objetos y no en otros, se debe simplemente a unos condicionantes culturales prefijados. Unos condicionantes que cambian a través de la historia de la humanidad en función de modas, manías y las más de las veces de malentendidos, de defectos en la transmisión de información. En diferentes culturas, además, y en tiempos paralelos, lo bello es diferente e incluso contrapuesto.

Por otra parte, en una misma cultura los mismos objetos representan valores diferentes en diferentes momentos. Sin embargo, una rosa es una rosa, es una rosa… Las flores son siempre, en todos los lugares, en todos los tiempos, el objeto en el que las categorías de belleza, orden, alegría, e incluso amor, se centran.

Mucho más que los frutos, que la propia naturaleza (que puede ser bella, terrible, amenazante, pausada o simple y artificialmente pintoresca), es la flor la que ha servido siempre a los poetas y a los enamorados para centrar su deseo, su armonía e incluso su cursilería. Almodóvar titulaba una de sus películas con el rutilante y anacrónico título La flor de mi secreto. Todavía hay quien recuerda el significado de “perder la flor” (perder la virginidad). Y quien se equivoca regalando rosas amarillas al amante, cuando todos sabemos que las rosas sólo pueden ser rojas cuando se habla de pasión. El amarillo (los colores también tienen un significado tradicional y cambiante) es mala suerte, infidelidad, desgracia.

Hoy en día, en las artes plásticas (también llamadas artes visuales), la belleza es un concepto comprometido, una idea excesivamente armónica como para presumir de ella. Lo bello y lo terrible se dan la mano y por primera vez, contradiciendo lo que en su día argumentara Immanuel Kant, el asco adquiere categoría artística. Kant decía, un tanto inocentemente (no conocía a Damien Hirst o a Teresa Margolles, entre otros muchos) que lo único que el hombre no podría utilizar como material artístico era el asco. Hoy en día ese argumento es difícil de defender después de tantas grandes muestras, de tantos reconocidos artistas que no sólo esquivan la belleza, a veces con gran esfuerzo, sino que se refugian descaradamente en el efecto grotesco, muchas veces con la lógica aplastante que nos muestra la sociedad actual, otras abusando de la paciencia de todos. Parece que son malos tiempos para la lírica, la belleza ya no es material artístico Sin embargo, las flores sobreviven en un crepúsculo oscuro donde el orden, el canon, y lo bello aparecen cuando menos en un segundo plano. Naturalmente, ahora los pintores no pintan flores, como tampoco eternizan espléndidos amaneceres sobre ciudades llenas de contaminación. Pero hay flores para todos los gustos y todas las ocasiones, como se puede ver en las siguientes páginas en los siguientes textos, que hacen un profundo repaso sobre el significado de las flores, de los rituales que acompañan, e incluso de sus cambiantes características botánicas.

Las flores son siempre, en todos los lugares, en todos los tiempos, el objeto en el que las categorías de belleza, orden, alegría, e incluso amor, se centran

Pero hay que tener cuidado con las flores y con su retorcido significado. Hay que tener cuidado con la belleza y con el destino. Rainer Maria Rilke, el poeta que hablaba de las flores negras, de la pasión terrible, moriría al pincharse con las espinas de una rosa. Qué muerte puede ser mejor para un poeta, impensable hoy en día pues sería acusado de cursilería irreversible, expulsado de las antologías de la postmodernidad. Pero en Rilke la belleza y el destino se juntaron para dictar una lección de imposible aplicación, tan poética que resulta increíble. Y es que la muerte y las flores están tan cerca como las flores y el amor, tal vez tan cerca como el amor y la muerte. Tal vez los artistas de hoy deberían prestar más atención a esa parte oscura del significado de las flores, de una tradición en la que las flores crecen debajo de los ahorcados, alimentadas por el semen póstumo, por el último hálito de vida, de pasión, que les lleva de este mundo a un no lugar tan recurrente literariamente.

El lenguaje de las flores es confuso, y hoy en día ya nadie lo conoce con exactitud. Como esas lenguas no escritas que han sido erradicadas a fuerza de invasiones y ocupaciones colonialistas, el lenguaje de las flores prácticamente ha desaparecido y son pocos los que recuerdan algunas frases, se ha convertido en un lenguaje incierto, está lleno de ambiguas posibilidades. Engañoso como las flores mismas. Las flores fueron uno de los primeros temas de los pioneros de la fotografía, pues al ser modelos estáticos aparecían como ideales para aguantar los largos procesos de exposición. Sin embargo, rápidamente quedó evidente que no eran las cosas tan sencillas, que la fotografía no servía para reflejar su intensa belleza, ni siquiera sus cuerpos en su redonda plenitud, quedaban zonas muertas, oscuras, opacas para el objetivo fotográfico. Una fotografía de una flor se convierte inmediatamente en una creación artística que se aleja de la realidad observada a gran velocidad, que no sirve para el estudio de la botánica. Ni siquiera Blossfeldt con sus más de seis mil imágenes de flores se aproxima a la ciencia botánica. Pero la pintura, a pesar de la libertad de la imaginación del artista tampoco resultaba el lenguaje adecuado. Siempre fue el dibujo, la línea, los diversos cortes de planos simultáneos, el medio idóneo para reflejar su verdadera y fría naturaleza. Tal vez escaso el color en beneficio de la forma, de la reconstrucción de ese armazón de arterias y texturas, de conductos internos que asemeja la flor al cuerpo humano.

El fotógrafo, a partir de este primer y revelador desengaño, decidió transformar genéticamente, icónicamente, esos modelos reacios a ser desvelados. Desde los primeros artistas del blanco y negro, ya se empezaron a desvirtuar, a manipular los objetos, a transformar la flor en otra cosa. En una carrera en solitario contra la genética, el fotógrafo, convierte la realidad en abstracción, cambia, tergiversa, congela, hace explotar las flores, nos ofrece simulacros en lugar de originales, cambia los colores, las familias, con y sin herramientas técnicas, a mano sobre el escenario o en el laboratorio. Las flores sirven también para ornamentos, para collages deconstruidos, para ’embellecer’ la escatología de la vida moderna. De este trabajo de subjetivización de lo real, de ese proceso por el que lo observado se convierte en otra cosa, por el que asistimos al nacimiento del arte, el fotógrafo ha demostrado la capacidad de la fotografía en transformar lo natural en artificial. Las flores ya no son las mismas que fueron, igualmente su significado ha variado, aumentado su volumen, alterado sus colores,… sin embargo nos siguen pareciendo bellas hasta lo sublime, más allá de la razón. Tal vez la razón de esta debilidad sea su cercanía al sexo, a la pasión, al deseo en su pulsión más carnal. Si los ángeles no tienen sexo, las flores son la esencia de la sexualidad, tanto en sus órganos reproductores propios, como en su personalización de lo efímero, de esa corta durabilidad del amor, del deseo, de la pasión. Flores como sexos, sexos como flores, la belleza uniendo nuestros sueños, nuestros deseos, siempre más allá de lo razonable, de lo aceptable, mezclando en el lenguaje términos botánicos y eróticos, dejando a la naturaleza, en su escasa realidad actual, actuar en libertad. Tal vez la belleza de las flores radique en eso, en esa obscena capacidad sexual, en esa exhibición carnal tan aceptada como indecente, en que muestran lo que nosotros tratamos de oculta