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Articulo siguiente: De objetivos públicos (y objetos privados)
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De dinero no se habla

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Adela Goldbard. De la serie Building the Unlikely, 2008. Cortesía de la artista.

Uno de los mantras que arrastramos de la educación más generalizada es que de dinero no se habla. Hablar de dinero no es en absoluto elegante ni adecuado, todos debemos mostrar un cierto desprecio sobre ese tema, para no parecer groseros y maleducados, como si todos fuéramos de buena posición y tener o no tener el dinero suficiente fuese algo sin importancia. Sin embargo, aunque tal vez logremos no hablar de dinero, el tener o no tener marca nuestras vidas desde la cuna. Vivimos en una sociedad capitalista, de libre mercado, donde las cosas valen lo que alguien pague por ellas. ¿Por qué la cultura tendría que ser diferente? La cultura genera un mercado que no es solamente un tópico del cual hablar en las ferias de arte o festivales cinematográficos, sino una industria que genera millones de dólares anualmente y de la que viven miles de trabajadores por lo general bien cualificados. Pero como el mundo de la cultura está lleno de gente bien educada… de dinero no se habla. “En algún momento de nuestra historia hablar de dinero cuando uno escribe, pinta, compone una obra o crea se hizo de mal gusto. Como si la creación habitara en esa dimensión donde el pago ya se presupone suficiente en el ejercicio del creador; como temiendo (o alimentando el temor) que las palabras dinero o sueldo entren en conflicto con la inspiración, que algo ensuciara el mundo abstracto y limpio de la obra, aun cuando esté hecha entre detritus y miseria “. (Remedios Zafra, “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital”, Anagrama, 2017, p.18. Barcelona, España).

Una industria que genera millones de dólares anualmente y de la que viven miles de trabajadores por lo general bien cualificados

En España la cultura genera (datos de 2017) el 4 % del PIB (producto interior Bruto) muy por encima del sector agrícola, ganadería y pesca, que está en 1.86%, por poner un ejemplo, sin embargo el Estado español cifra su gasto anual en cultura en apenas un 0.2 % del presupuesto anual. Como ejemplo decir que durante la burbuja inmobiliaria que se vivió en España antes de la crisis del 2008 la construcción significó el 12% del PIB. ¿Y en México, cuales son las cifras oficiales? En 2017 los ingresos desde el sector cultural significaron el 3.3% del Producto Interior Bruto mexicano, siendo que el gasto público en cultura solamente fue del 0.15 % del presupuesto anual. Aunque todavía no hablamos de dinero, estas cifras abstractas en su enormidad de miles de millones nos dejan bastante claro que la cultura es un sector industrial nada despreciable en cualquier país desarrollado. Eso sin olvidar que es un sector que se parece a los icebergs, solo se conoce la puntita, el grosor del cuerpo está oculto. Y pongo otros dos ejemplos, uno en Europa y otro en América: en el Reino Unido la cultura significa el 8% del PIB, y en EE.UU. es el 12%.

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Adela Goldbard. De la serie Building the Unlikely, 2008. Cortesía de la artista.

Sin embargo, se sigue pensando que ser artista, escritor, bailarín, no es un trabajo exactamente, no como el de un mecánico, un arquitecto, o un médico, los trabajos creativos parece que llevan en sí mismos su remuneración, en el placer de realizarlos, en la vocación que te llevan a ser artista, ya está todo incluido. Pero cada libro que se vende, cada entrada para el cine, el teatro, un concierto, un festival, cada dibujo o cuadro que se vende, todo ese dinero cuenta. Sin embargo, las cifras no son iguales ni su transparencia tampoco. Si usted compra un libro o una entrada a un cine, está pagando unos impuestos, y está comprando algo de cuyo valor económico todos somos conscientes. Sin embargo si quiere comprar un cuadro o una fotografía en una galería, directamente al artista/productor e incluso en una feria, es muy probable que nunca sepamos cuanto pagó por la obra en cuestión, y también es más que probable que no pague ningún impuesto, es decir que entre de lleno en una economía negra, sumergida, sencillamente opaca e ilegal. Aunque le parezca muy elegante su actitud y hasta un punto atrevida, simplemente está haciendo algo que afecta al sector y a la economía del país. Si es que eso le importa a alguien.

Los precios de las obras de arte es algo de lo que tampoco se habla, tal vez por educación pero yo creo más bien que es por un pequeño temor al control de Hacienda

Los precios de las obras de arte es algo de lo que tampoco se habla, tal vez por educación pero yo creo más bien que es por un pequeño temor al control de Hacienda. Ya no se ponen los precios al lado de las obras en las ferias, mucho menos en las exposiciones en las galerías, y las tablas de precios las tiene el galerista o la chica de la galería solo para quien pregunte discretamente. Sería impensable esa actitud en una librería o a la entrada de un cine o de un concierto. No me imagino hablando en voz baja con el librero en una esquina y regateando por el precio de un libro. Pero las artes plásticas, el arte, es el rey de la ocultación económica. No sabemos lo que cuesta una obra, ni lo que costó su producción, ni lo que se vende en una galería o en una feria, ni quién es el artista que más ha vendido este año, aunque sepamos las películas más taquilleras, el libro más vendido y el grupo musical que más cobra por tocar en un festival. Las obras de arte solo tienen un precio público en subasta, sus precios de salida, adjudicación e incluso el porcentaje que se lleva la casa subastadora es público… salvo que no se adjudique públicamente y se venda después de la subasta, en privado. Pero la mayoría de esos cuadros que si sabemos lo que cuestan son las grandes excepciones a la regla, obras inalcanzables, de las que solo sabemos su precio porque es un record, como el cuadro más caro de un artista negro vendido en una subasta, (”Past Times” 1997, de Kerry James Marshall [1955, Alabama, EEUU], subastado en Sotheby`s en mayo de 2018 por 21 millones de dólares) o el cuadro más caro de un artista vivo ( “Portrait of an Artist – Pool with two figures”, 1972, de David Hockney [1937] subastado en Christie’s por 90 millones de dólares en noviembre de 2018) o, y sobre todo, obras clásicas que reafirman esa idea absurda de que solo los artistas muertos venden bien y caro. Seguramente como premio post mortem a la miseria que sufrieron en vida.

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Adela Goldbard. De la serie Building the Unlikely, 2008. Cortesía de la artista.

Recientemente una obra de Banksy se adjudicaba por un millón trescientos mil dólares en Sotheby’s Londres en octubre de 2018, pero a pesar de la mala calidad de la obra nadie se escandaliza, porque el artista es un enigma social, un revolucionario de salón, y su actitud va más allá de la idea de arte actual, es un símbolo de resistencia. El que la obra se destruyera a sí misma una vez adjudicada aumentó su valor, en esas jugadas de marketing incomprensibles hasta la incredulidad. Esas son las únicas cifras que se hacen públicas, las lejanas, las excepcionales, las que son titulares en periódicos e informativos de TV que nunca se van a ocupar del arte si no hay un escándalo (por lo general dinero o sexo) incluido en el paquete.

Pero tampoco sabemos los costes de una exposición, aunque alguien lo pregunte en una rueda de prensa (que por cierto no entiendo porque se hacen si nadie contesta nunca nada concreto). El precio del seguro, relativo; el del transporte, todavía incompleto; el fee del curador, el habitual; la producción de la obra, algunas ya estaban producidas y depende del formato y de la técnica, claro. De dinero no se habla. Ni de lo que cuesta ni de lo que vale, porque ya sabemos que valor y precio no es la misma cosa. Hace algunos años una muy reconocida artista conceptual me comentaba que le gustaba mucho la obra de Donald Judd, pero que le parecía incomprensiblemente caro, y entramos en cómo valorar económicamente una obra. Ella lo tenía claro: una parte por el valor de los materiales (fácilmente valorable); otra por el tiempo empleado en realizarla, a tanto la hora calculando un promedio alto, pero no excesivo, y finalmente la tercera pata de una silla inestable, una cantidad por el valor intelectual, simbólico o estético de la pieza. Así, según ella, se acabaría con la especulación. Ya he dicho que era, es, una artista conceptual, básicamente performer, eso puede ayudar a comprender su manera de pensar.

El dinero, algo tenía que tener, es bastante ciego en lo referente a la calidad intrínseca de lo que se compra con él

El sector cultural, el mercado de la cultura, integra todas las actividades creativas y simbólicas. La literatura, las artes plásticas y visuales desde la danza a la plástica (dibujo, grafica, pintura, escultura, fotografía…), la música – clásica y actual-, el cine y el teatro. Quedaría fuera el diseño y la arquitectura pues su producción es por una parte industrial y por otra en gran medida pública y tanto sus presupuestos de producción como sus ingresos comerciales son muy diferentes de las otras bellas artes antes enumeradas. Este mercado, este sector industrial, integra todas esas facetas y seguramente alguna más, pero no dice nada de su calidad ni de su interés, eso es algo que no se puede medir de una manera precisa, nadie puede decir taxativamente lo que es bueno, en qué consiste esa bondad absoluta, ni para quién o para qué es bueno. Mucho menos se puede decir lo que es malo. El dinero, algo tenía que tener, es bastante ciego en lo referente a la calidad intrínseca de lo que se compra con él. Los precios, las valoraciones económicas, desgraciadamente también las valoraciones de calidad e interés, los marca un mercado, la oferta y la demanda, manipulado (a veces sabiamente y a veces de una manera un tanto obscena) por los mediadores, sean estas empresas de marketing, publicidad, modas, presiones sociales, relaciones personales… ¡es el mercado, idiota!, como diría un experto en mercadotecnia.

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Adela Goldbard. De la serie Building the Unlikely, 2008. Cortesía de la artista.

Nadie (creo) duda de que el valor de la obra de arte reside en su fuerza simbólica, su capacidad de representación, que pasado el tiempo, sirve para definir un momento histórico, social, político; en el valor de sus renovación estética; en esa capacidad que solo tiene la cultura de cuestionarnos el orden de las cosas, el sentido final de nosotros mismos, de la vida. Arte es inevitablemente aquello que nos perturba, no necesariamente por su belleza, tal vez por el horror que nos produce, es una creación generalmente incomprensible pero eficaz, no necesariamente aceptada por la mayoría pero que en su interior esconde una semilla de un fruto nuevo y diferente. Se riega esa semilla con la inteligencia y la sensibilidad, con la pasión y la experiencia. Y ese producto, esa obra, sea una película de cualquier duración, una pintura, el gesto de un performer, o un libro, tiene un precio. Y es mejor, es necesario, saber cuál es.

Todos los mercados tienen, además, las mismas reglas: transparencia y movimiento, beneficio, gasto, y control. El mercado cultural, aunque haya quien lo niegue no es diferente. Hace falta saber las cifras que se gastan y por qué, saber quién paga y quién cobra. Sobre todo si pagamos nosotros, los ciudadanos. Si paga el Estado es un asunto nuestro, de todos.

El mercado cultural, aunque haya quien lo niegue no es diferente. Hace falta saber las cifras que se gastan y por qué, saber quién paga y quién cobra

A veces, en lugares y momentos concretos, la situación social y económica propicia la idea de que el Estado son ellos, otros, pero eso es falso: el, Estado somos nosotros, todos nosotros, los ciudadanos que trabajamos y contribuimos al mantenimiento del mismo, con nuestros impuestos y nuestros votos. Somos nosotros los que pagamos los sueldos de los funcionarios, de los políticos, pero también del director del museo de arte moderno y de arte primitivo, los que pagamos las programaciones de las salas de conciertos y teatros públicos y, también los que pagamos los fondos para becas artísticas, y los que pagamos las subvenciones a libros y producciones teatrales, el apoyo al cine… todo eso es en parte nuestro y por eso mismo tenemos derecho a saber cuánto se paga, por qué y a quién. En España una Fundación privada realiza cada año un estudio sobre la transparencia de los museos y centros de arte, el resultado es que cuanto más cerca de los poderes públicos, menor transparencia. Ni el Museo del Prado, ni el Reina Sofía, por ejemplo, publican sus presupuestos y gastos, de hecho, sus adquisiciones también son opacas, no solo en lo que se compra y lo que se paga sino en por qué se compran esas piezas.

Tenemos derecho a saber que se hace con el dinero público, a saber, por qué las becas para las artes plásticas parece que se conceden en unas reuniones entre amigos que se premian unos a otros, sin importar que sean artistas con posiciones económicas muy por encima de la media, o que tengan importantes galerías, o que sean ya artistas importantes de amplio reconocimiento. Como si a nadie le importase ese sustancioso dinero a donde va a parar, parece que nadie se pregunta si no sería mejor para la cultura mexicana becar a jóvenes sin medios, a escritores que no pueden publicar, a músicos que no pueden componer ni estrenar sus obras porque tienen que hacer otros trabajos para poder comer, a artistas plásticos aún sin galería, alejados del sector y de los museos porque no pueden dedicarse a su trabajo. No, los premios y becas se reparten, aquí y en todas partes, desde el Estado a través de unas redes clientelares.

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Adela Goldbard. De la serie Building the Unlikely, 2008. Cortesía de la artista.

Hace poco saltaba en las redes sociales la pregunta nada inocente de si un director de cine concreto, mexicano, era elitista, más que otro o menos. No sé si era una pregunta con trampa, porque en países como México, (prácticamente todos los países latinoamericanos) en los que los desniveles económicos y educativos son tan extremados, donde la zona de clase media en la más delgada, resulta evidente que no solo ese director de cine sino todos los directores de cine pueden ser clasistas. La mayoría de los artistas plásticos y escritores son también de la misma clase, la clase alta. Con dinero suficiente por familia para poder dedicarse a estos oficios que socialmente ni siquiera son considerados trabajos. De hecho, aquí en México nos llevan directamente a la época del Virreinato, al Porfiriato, nos hablan de generales y políticos de antes de la Revolución, de ese grupo de 300 familias fundadoras que siguen vinculadas por lazos de sangre y dinero. No puede ser de otra manera, en la historia del arte los artistas pobres, desde que se establece el concepto moderno de artista a partir de Velázquez (el artista caballero) apenas existen, los artistas que han triunfado han sido de clase media alta. Recientemente se empieza a encontrar artistas en las clases medias… y en cuanto a pobres tal vez Basquiat sea el único entre los que recordamos por su nombre que no procedan de un nivel social medio, como mínimo. Hijos de comerciantes, de profesores, de artistas, de empresarios y de nobles… pueblan las páginas de la historia del arte, simplemente porque aquellos que tienen que comer todos los días y pagar lo básico, se buscan un trabajo “real”, y no hacen, no pueden hacer, de su vocación, la forma de sobrevivir. Como dice Dora Garcia muy oportunamente unas páginas más adelante (ojo spoiler): “El arte pertenece a todos, pero solo las élites lo saben”.

Cuando el dinero de la cultura es privado las cosas cambian… ¿realmente las cosas cambian? En esta sociedad ultra neoliberal parece que cada cual con su dinero puede hacer lo que quiere, pero el Estado debe cuidar la creación y desarrollo cultural de su país, no solo costeando ciertos gastos de educación, formación, producción y mantenimiento de las instituciones culturales, sino también vigilando de dónde viene ese dinero privado y para dónde va, a quién sirve, qué quiere conseguir, qué compra… Porque, aunque no lo parezca no es igual todo el dinero, no todo debería valer. El lavado de dinero del narcotráfico, de la delincuencia, es algo que todos conocemos, pero del que tampoco se habla, cómo se ha usado para dignificar a personajes indignos, dándoles carta de benefactores y de grandes coleccionistas. Por un puñado de dólares han comprado la decencia. Igualmente, en muchos países del mundo asistimos como las grandes multinacionales invierten en cultura para tapar otras actividades o para modelar mercados, apagar culturas tradicionales, homologar gustos, globalizar creatividades, borrando la diferencia y convirtiendo el agua en coca-cola. En los siguientes textos de esta revista podrán encontrar diferentes ejemplos, situaciones y análisis de temas relacionados con el dinero de la cultura, yo solo quiero llamar la atención a este silencio profundo que rodea el mercado cultural.

La mayoría de los artistas plásticos y escritores son también de la misma clase, la clase alta. Con dinero suficiente por familia para poder dedicarse a estos oficios que socialmente ni siquiera son considerados trabajos

En un momento histórico en el que hay galerías privadas que mueven más presupuesto que muchos museos públicos, yo me pregunto ¿Quién programa las exposiciones de muchos de estos museos a lo largo de todo el mundo? Por qué los mismos nombres, siempre relacionados con las mismas pocas galerías, exponen en todos los museos del mundo, estructurando unos currículos en los que no queda claro si exponen en todas partes por ser excelentes artistas o son reconocidos como grandes artistas simplemente porque exponen en todos esos museos. Nadie nos lo va a aclarar, y mucho menos ahora que las voces críticas que existieron una vez han sido calladas por la propia inanición, los medios especializados desaparecidos o comprados por la publicidad de esas mismas galerías. Y así la crítica ha sido sustituida por la curaduría. Las voces críticas más o menos independientes han ido desapareciendo, siendo sustituidas por cotilleos de portera de vecindad, por señoras aupadas por el anacrónico club del mal gusto, y finalmente para dejar paso a, en el mejor estilo neoliberal, decenas de empleados sin derechos laborales, empleados a tiempo parcial que reciben a cambio de un trabajo a la medida del pagador una pequeña parcela de fama, gloria y algo de dinero, apenas una limosna para la mayoría y excesivos cachés para unos pocos privilegiados que se mueven cerca de los nuevos reyes, de los grandes coleccionistas y galerías. Se llaman curadores y hasta las universidades trabajan para dignificar su trabajo de mercenarios del arte. Estamos en un nuevo mundo silencioso, sin opiniones divergentes y con el mismo gusto, los mismos aplausos y todo el presupuesto privado y público para los mismos. Solo hay que ver las listas de artistas participantes en todas las bienales que en mundo son, salvo un porcentaje para artistas locales y, desde hace poco, otros pequeños porcentajes para artistas del tercer mundo y para mujeres. ¡Que no se diga!

El mercado no se mueve por el gusto, se mueve por el dinero, y muchas veces el dinero privado teje unas redes clientelares en las que atrapa a las instituciones y puede conseguir transformar lo mediocre en bueno, lo bueno en excelente, lo suyo en lo único. Hoy un rico empresario tiene más fuerza que un Ministerio de Cultura, y con su dinero, su colección, sus donaciones, con su intervención en la cultura, tiene más fuerza y más capacidad de modelar gustos y tendencias, de levantar o hundir carreras, que todo el sector galerístico de un país. Son decenas los artistas latinoamericanos que me han contado que para poder asistir a un evento internacional (como la Bienal de Venecia, por ejemplo) han acudido a sus coleccionistas, quienes les han ayudado, producido la obra, costeado los viajes, mientras que las instituciones culturales de sus países miraban para otro lado. Lo mismo sucede cuando se enfrentan a cualquier situación que escapa a sus posibilidades: no acuden al Estado, acuden a sus galerías, a sus coleccionistas. Aunque su objetivo sea representar internacionalmente a sus países. Y es que la cultura, y vuelvo al principio de este texto, no suele importar mucho a los gobiernos, despreciando su valor social pero también el puramente económico, solo hay que recordar lo que se adjudica a la cultura en los presupuestos de México en 2017, el 0.15%. O de España en el mismo año, el 0.2 % de todos los millones que se reparten en las diferentes áreas. Apenas unas migajas. Por eso el dinero público es bienvenido para suplir sus carencias, sin preguntar que quieren a cambio, ni de donde sale. Se olvida que el dinero si tiene ideología, la del poder.