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Culpable o muerto

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Hiroshi Sugimoto. The Brides in the Bath Murderer. Madame Tussaud’s, London Las novias en la bañera del asesino. Madame Tussaud’s, Londres, 1994. Fotografía en blanco y negro Cortesía Sonnabend Gallery, Nueva York

En la violencia, como en la sensualidad, cuanto menos se ve más excitante resulta. Más nos incita a acercarnos, a mirar, a levantar la falda, a apartar las cortinas. Todos los días, cada día de nuestras vidas vemos un hecho violento, un delito. Casi siempre asistimos a él a través de una imagen fotográfica o de una película o vídeo. Las noticias, el periódico y el cine, son nuestras tres vías de alimentación de las dosis habituales de terror, de violencia. A veces son suficientes las palabras, o el crimen es tan atroz que quieren ocultarlo detrás de las palabras. Otras veces, simplemente, no queda nada que ver. No sabemos cuándo es peor, cuándo nuestra imaginación se siente más avivada.

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Richard Misrach. Playboy #39 (Playmate of the Month), 1990. C-print 101,6 x 127 cm. Cortesía del artista y de Curt Marcus Gallery, New York.

Balzac decía a través del protagonista de una de sus novelas, un oscuro funcionario gris que se convertía en artista, escritor, por las noches, que la razón para que alguien se quiera convertir en artista es que a él, a esa extraña clase social, se le premia por hacer cosas que a otra persona le llevarían directamente a la cárcel o al rechazo social. En las páginas siguientes encontraremos razones para estar de acuerdo con esta tesis de Balzac.

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Pipilotti Rist. Ever is over all, 1997. Video still. Cortesía de la artista. Galerie Hauser & Wirth, Zurich y Luhring Agustine, New York.
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Pero el delito, la falta, el horror, son reales. Cuando un niño desaparece y su fotografía es publicada en los diarios, su rostro alegre y la ropa de fiesta no basta para evitar que empecemos a imaginar y a reconstruir en nuestra mente algunas de las cosas que le pueden estar pasando en esos mismos instantes: imágenes salvajes de tortura y depravación. No hace falta ver nada real, tenemos suficientes imágenes en nuestros archivos personales como para poder reconstruir cualquier salvajada. No obstante, a veces, muchas veces, los informadores nos ayudan. Otras veces nos ayudan los artistas a realimentar este imaginario de horror y supervivencia en el que unas veces ocupamos el papel del muerto y otras el del verdugo. Pero siempre acabamos sintiéndonos culpables.

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Christopher Stewart. Untitled (de la serie Insecurity), 1995-2000. Fotografía color. 152 x 122 cm. Cortesía del artista y de Gimpel Fils Gallery, London

La fotografía y el delito tienen una relación tan antigua como la propia fotografía y, desde luego ningún arte se ha ocupado del crimen, de los delitos, delincuentes y víctimas en una medida tan desproporcionada como el cine, que ha hecho de él más que un género, un tópico. Pero con el nacimiento de la fotografía la investigación criminal obtiene una de las ayudas más importantes, y un punto de apoyo para su trabajo que todavía hoy en día, cuando la huella digital parece superada por el registro del ADN, resulta indispensable. En su origen, la fotografía del culpable o del sospechoso se tomaba para demostrar, siguiendo la teoría de Lombroso, que su rostro tenía características físicas que le delataban como asesino. Con el tiempo, esas fotografías son solamente una forma de reconocer, de fichar y guardar la cara del delincuente en un archivo de retratos para un posible reconocimiento posterior. Un archivo de retratos que puede tener similitudes con un álbum de familia.

Donde hay un delito allí aparece el fotógrafo, como veremos en los textos sobre Weegee, a veces incluso antes que la propia policía. En España tuvimos un ejemplo paradigmático de este tipo de actuación, el periódico “El Caso”, exclusivamente dedicado a los delitos de todo tipo que se realizaban en una España que estaba vuelta hacia su lado más negro. Y si no todos los fotógrafos de prensa llegan a ser unos artistas como Weegee, otros artistas convierten en arte ese otro trabajo cotidiano y gris, como ha hecho Christian Boltanski con las imágenes que “El Caso” publicó durante el año 1987.

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Juan DelGado de la serie The Wounded Image, 1999-2000

Las imágenes que recogemos en este número 1 pueden resultar a veces excesivamente documentales, periodísticas, y otras veces innecesariamente duras y violentas. A quienes piensen eso, recordarles que esta sociedad, de la que el arte es solamente un reflejo, es excesivamente dura y violenta y que, algunas de esas imágenes fuertes son solamente una reconstrucción, una escenificación, con fines artísticos. Recordar también que siempre es peor la realidad que su representación y que no queremos ser un catálogo de fotografías de violencias y humillaciones que se deje en la mesita del café, como emblema de status cultural, olvidando lo que hay dentro. Nos gustaría servir para algo más, para pensar en las mil imágenes de la violencia de hoy en día, de los delitos cotidianos que, por ser tan habituales, a nadie impresionan, y para trazar una línea casi invisible que nos lleve de la falta, algo mínimo pero humillante, algo que no esta contemplado en el código penal de ningún país, hasta el delito, entendiendo éste siempre como una ofensa a otro, una imposición, violencia o humillación a alguien que, por lo general, no tiene posibilidad de defensa: los abusos a los niños, los malos tratos en familia, las palizas a niños y mujeres, la violencia juvenil incontrolada, las violaciones… No incluimos delitos ni faltas contra la humanidad ni contra uno mismo, como las guerras, la violencia política, cuestiones de drogas o sexo: las primeras por ser excesivamente obvias y generales, las segundas por considerar que el propio cuerpo es un territorio de libertad absoluta.

Arte e información, fotografía y documento. ¿Debe ser el arte bello sobre cualquier otra característica? Hoy en día la respuesta es claramente no. En otros tiempos la respuesta era tan obviamente no que ni siquiera se planteaban la pregunta. La belleza de una obra de arte es, sobre todo, el misterio. Y la atracción que nos produce, una atracción a veces fatal que nos lleva a asomarnos a un acantilado excesivamente peligroso. Esto sucede con muchas de las imágenes que pueden verse en las páginas siguientes. No se trata de documentos reales, aunque algunos si lo sean. El arte puede conseguir que una brutal paliza a un hombre captada por un videoaficionado, se convierta en una pieza de museo. Es la alquimia del arte que puede convertir el barro en oro.

Félix González Torres. Untitled (Death by gun) Sin título (Muerte por arma de fuego), 1990.
Impresión offset sobre papel, sin límite de copias. 22,9 x 114,3 x 87,6 cm. Colección The Museum of Modern Art, New York Cortesía Andrea Rosen Gallery, New York, en representación de los herederos de Félix González-Torres

Objetos anónimos que se convierten en protagonistas de narraciones donde la vida y la muerte, la sangre y el miedo, están presentes y esperando el momento para saltar sobre nosotros. Rostros y cuerpos retorcidos por el dolor que nos hablan en primera persona del horror y del sufrimiento. Pero también ironía, una mirada de denuncia y de cuestionamiento de una situación social real, de la que la creación artística actual no es ajena. Desde los secuestros aéreos de Johan Grimonprez hasta las imágenes del Museo de Cera de Hiroshi Sugimoto, sin olvidar la violencia de Daniel Tisdale o la capacidad simbólica de Baldessari, Richard Avedon o García Alix. Real o falso, verdad o mentira, una vez más es ese un diálogo equivocado al plantearlo sobre el terreno de la imagen fotográfica. Hoy el interés del vídeo, el cine o la fotografía, están por encima de su veracidad. En el caso de esta revista, está por encima de la realidad de los casos que refleja, trasladándonos a un mundo de simbologías, donde el sujeto somos todos y lo particular universal.

Víctima, culpable y testigo forman, formamos, un triángulo cuyos lados y ángulos son inseparables. Uno se justifica y existe por el otro, y el tercero con su mirada y presencia casi siempre muda, define la existencia de los otros dos. Ese testigo es el artista, el fotógrafo, el que mira y que consigue que todos nosotros miremos a través de sus ojos, de su mirada. Esos objetos, esas escenas, esas situaciones vistas o imaginadas convierten a todas estas obras en documentos sociológicos de una conducta determinada y estructura toda una amplia y complicada red de relaciones entre los que miran y los que son observados, entre criminales y víctimas y entre ellos y los testigos, cuestionando a veces el carácter mismo de falta y delito en función de convenciones sociales.

El horror no viene siempre de la mano de un cadáver, de un criminal. A veces un simple objeto, una mancha de sangre, se convierte en la llave de un mundo de terror, de un momento en el que el destino se cumple y la historia se transforma. La obra de Milagros de la Torre es un ejemplo paradigmático de esa estrategia narrativa, de esa forma de colocarnos justo enfrente del delito en todo su complejo significado, con la inevitable presencia de la víctima y de su asesino a través de las mismas cosas. Como todos y cada uno de los artistas que forman esta galería de faltas y delitos por la que estamos caminando en busca de pruebas y testigos, recordando siempre el cuerpo del delito, sin saber muy bien si somos los culpables o simplemente estamos muertos y ya a salvo. Finalmente, estar muerto es la única confianza que conservamos de que no somos los culpables de todo ese horror sino sus víctimas.