Decía la canción popular: “cuéntame un cuento y verás que feliz me duermo”. Y nació la historia. La historia como literatura, como narración, o en su deriva como cuento. Como cuento chino, es decir, exótico, extraño, lejano, absurdo. Con el paso del tiempo la historia se convirtió en algo imprescindible, la memoria de los tiempos pasados, algo muy serio que había que estudiar, aprender, memorizar… para conociendo el pasado entender el presente y no volver, en el futuro, a cometer los mismos errores. Con el tiempo, aquellos cuentos que nos contaban para que nos durmiéramos han convertido nuestros sueños en pesadillas. Con el tiempo hemos aprendido que la historia es una ficción, efectivamente, pero de las peores. Sin libertad, escrita al dictado de los intereses de gobiernos contemporáneos, más vinculada con el momento en que se escribe que con lo que en realidad sucedió… ¿en realidad sucedió? A ciencia cierta no sabríamos distinguir entre lo que realmente sucedió y cualquier otra cosa, todo depende de que la historia, como un periodismo que cruza los siglos, nos diga que es verdad, que esto sucedió así. Nunca quedan testigos para contar lo que pasó de verdad… si quedase alguno, seguramente contaría una verdad parcial, sesgada, subjetiva, media verdad. Así las cosas admitamos que la historia es una simple y perversa creación de cada época y de cada lugar. Cada guerra la cuentan de una forma diferente vencedores y vencidos, hasta hacernos pensar que se trata de dos guerras diferentes; las crónicas oficiales dependen de los intereses del momento. Quien fue un héroe nos aparece como un traidor y una reina boba y gorda pasará a la historia, escrita por sus propios escribanos, como un ejemplo de inteligencia y perfección. Esa es la historia: la gran mentira de nuestros orígenes, un cuento que reescribimos continuamente. Una verdad infinita llena de pequeñas, sucias, absurdas mentiras. Y casi siempre, una historia parcial y mal contada.
Pero, finalmente, es una suerte que cada cual pueda reescribir la historia, no solamente la suya propia e individual, sino la de todos, la del país, la del mundo. Esos grandes hechos históricos que se convierten en historia desde que surge la escritura y que antes de ese punto temporal ólo son leyendas. Los dioses se convierten en reyes, los héroes en guerreros, y la historia sigue. Esta posibilidad casi infinita, pues el pasado es casi tan infinito como el futuro (y casi igual de desconocido a juzgar por lo que cada día se descubre anulando lo que parecía ser incuestionable), ha permitido al hombre desarrollar su ingenio y al arte crear, entre otras cosas, la pintura de historia. Una pintura aburrida como pocas, falsa como todas y que se utilizaría más como propaganda que como investigación, un realismo hueco y plañidero, una belleza de cartón piedra. Escenografías del poder contadas por los artistas del poder, la quintaesencia de la historia oficial, esa que casi todos sabemos que es más falsa que las historias infantiles y que, como ellas, está llena de sentidos ocultos, de brujas, ogros y lobos feroces acechando detrás de las cortinas, de los árboles del bosque, de las torres de los palacios. Fue una pintura efímera por su propia intención de agradar, algo imperdonable en todo arte, la verdad.
En cualquier caso, el tiempo pasó y, cuenta la historia, que esa idea de escenografiar las historias no solamente llegó al teatro, sino a la propia narración y por supuesto a la representación de los hechos históricos. La teatralización de la historia era algo inevitable, sobre todo para las historias grandilocuentes llenas de heroísmo y fatalidad que nos cuentan los libros, donde nada es sencillo, puede ser casual pero nunca sencillo. Teatralidad, escenografía, grandilocuencia, todo ello inevitable e incluso necesario para contar mentiras, bellas mentiras. Lo que casi nunca se ha utilizado es el sentido del humor, ese cinismo crítico tan querido hoy en día. Porque en su inevitable trascurso, queridos lectores, la historia ha llegado hasta hoy, mejor dicho hasta ayer y ha coincidido con la fotografía. La fotografía es la mejor manera conocida hasta hoy de contar una mentira con toda la apariencia, la simbología y los atributos de la verdad, nada mejor para recontar, de hecho la fotografía surge para inmortalizar (que bella e histórica palabra) cosas muertas, seres muertos. Para parar el tiempo y sus protagonistas, encerrándolos en una capsula de papel ya para siempre jamás, colorín colorado. Como si fuera un cuento infantil, como si fuera arte, como si fuera historia. La fotografía, sin embargo, plantea más problemas que la pintura, nace en un momento en el que la libertad parece ya un derecho admitido por casi todos, está al alcance de cualquiera y en su bruma de blanco y negro, de artificialidad cinematográfica, encierra mucho más de lo que se ve a primera vista. Aquí la teatralidad resulta tan obvia que hay que tomársela con sentido del humor, algo que está ausente de toda la historia contada por ella misma. La fotografía, además, no se centra solamente en momentos gloriosos que marcaron los grandes caminos históricos, sino en todo aquello que ha llegado hasta hoy por caminos tortuosos, por la puerta de atrás, sin gloria alguna. Las historias malditas, las historias pequeñas, esas que seguramente son más verdaderas o al menos más ejemplares que las otras, las que no están en los libros que estudiamos. Las anécdotas, los personajes ocultos, aquellos que seguramente fueron los protagonistas de los grandes cambios, porque de las batallas ganadas se recuerda a los generales, a los reyes, pero nadie recuerda a los miles de muertos que hicieron posible la victoria, ni a los que hicieron posible la derrota. Muertos invisibles salvo para los cientos de miles de sus familias, hijos, hermanos… que también han querido dejar huella de su paso. Las brujas que fueron quemadas y de las que apenas sabemos el lugar, nunca los nombres, nunca los detalles, porque la vergüenza, los errores, las atrocidades, se cuentan rápidamente, de pasada, en letra pequeña, en voz baja. Pero la fotografía, y más tarde el cine, las vuelven a colocar en su sitio, en primer plano, les ponen rostros (otros pero iguales), les dan una nueva vida, una nueva presencia. Reescribir la historia hoy significa reescribir quienes somos, reconsiderar lo que creíamos bueno y lo que nos dijeron que era malo. Pensar quiénes somos y comprender que los vencidos somos siempre nosotros, testigos, estudiantes, espectadores mudos de una obra de teatro sólo regular.
Las fotografías que llenan las siguientes páginas están realizadas por hombres y mujeres de diferentes edades, nacionalidades e ideologías. Todos ellos retoman hechos, figuras, momentos de la historia general, de sus países o de otros lugares. Todos ellos las reinterpretan de formas que se alejan y se acercan a la pintura de historia, unas veces como homenaje otras como burla. Especial atención tienen los personajes, esa importancia de las caras, del retrato se convierte aquí en autorretrato, en el disfraz como identidad, en esa idea de yo soy otro, tal vez porque ciertamente todos somos ese otro al que nunca acabamos de comprender y que habita dentro de nosotros y veranea en las páginas de los libros de historia. Entre burlas y homenajes, entre verdades y mentiras, la fotografía, los fotógrafos, los artistas más característicos de hoy, retoman la narración de la historia, para transformarla, revitalizarla, quitarle majestuosidad y grandilocuencia, convirtiendo la teatralidad en una simple puesta en escena, dando una visión actual de la historia de ayer. A la vez estamos ante una rebelión y ante otra vez la historia contada en otro tiempo, una vuelta de tuerca, otra revisión que esta vez admite datos, testigos y formas que nunca antes habían tenido lugar en ninguna narración. Continuará.