La fotografía está, desde su nacimiento, intrínsecamente vinculada a la memoria y a la muerte. Es decir, al pasado. Un pasado que, a pesar de estar apoyado por la imagen fotográfica, que se ha construido en su breve historia como un sinónimo si no de verdad sí de realidad, podemos afirmar que se trata de una recreación subjetiva de lo que tal vez sucedió. Dado que no podemos creer en una verdad absoluta, toda narración parte de la persona que narra; y, por lo tanto, las memorias, como las biografías, son siempre ficciones más o menos llenas de elementos reales. Seguramente las madres no se ven reflejadas en las memorias de sus hijas cuando escriben sobre ellas (basta ver lo que las hijas de Joan Crawford y de Bette Davis escribieron sobre sus respectivas madres) e igualmente un álbum familiar variaría profundamente si lo realiza un hijo, una hija, el padre o cualquier otro protagonista de esa historia, entre terrorífica y melodramática, que es la de cualquier familia en la historia de la humanidad.
La razón de la obsesión del ser humano por la recopilación de vivencias y de sucesos de su pasado es algo que la psicología ha estudiado profundamente y que Sigmund Freud asociaba con el luto y la melancolía. “El luto es una respuesta a la pérdida de una persona amada, o a la pérdida de una abstracción que toma el lugar de uno mismo, tal como la patria, la libertad, un ideal, o cualquier otra idea abstracta con la que nos vinculemos sentimentalmente” (“Luto y melancolía”, en las Obras completas de Sigmund Freud). Sea por la idea de que el pasado, la familia, la infancia concretamente, nos marca para siempre, o por la añoranza de esos tiempos pasados que queremos pensar que fueron mejores, la incomprensible abundancia (para mí) de diarios y de álbumes que se crean en ámbitos privados y públicos, bien en forma de cuadernos familiares privados e íntimos o como obra literaria, película o cualquier otra estructura, es prácticamente inabarcable. La fotografía es solamente una herramienta ideal para expresar este luto y esta melancolía.
La fotografía está, desde su nacimiento, intrínsecamente vinculada a la memoria y a la muerte
En las siguientes páginas trataremos el álbum de familia como subgénero fotográfico. Son muchas las obras de artistas que han utilizado la fotografía como una suerte de diario, de biografía en imágenes y en definitiva de álbum, para contar etapas de su vida, de la historia de sus padres, de sus amores. En los números sobre Autobiografía (EXIT #49) y en el de Sentimientos (EXIT #82) ya hablamos de algunos de ellos. Son muy conocidos casos como el de Nan Goldin y su Balada de la dependencia sexual. O los trabajos de Jo Spence sobre su proceso de enfermedad y terapia, así como otros muchos a los que se recurre habitualmente, pero en esta ocasión hemos preferido centrarnos en el álbum familiar según una serie de artistas menos simbólicos. Exclusivamente en los trabajos en torno a experiencias propias o relacionadas con la propia familia del fotógrafo. A su memoria personal, sobre su familia más exactamente. Quiero señalar que en la selección han aparecido infinitas posibilidades, de muy diversa calidad estética o interés conceptual, pero hemos creído que en este caso la aportación más interesante podría ser la diferenciación entre unos y otros proyectos, ya que básicamente todos parten de la fragmentación y edición de momentos y personajes, construyendo una ficción que posiblemente se aleje sensiblemente de la realidad. Para unos, los objetos de una persona, la relación con un tío, abuelo, que incluso nunca conocieron, o el encuentro “fortuito” de unas fotos perdidas, resultan el detonante del álbum. En un próximo número trataremos de ese otro álbum, más cercano a una reconstrucción histórica o social de un grupo concreto de personas, unidos por muy diversas razones, a cuyas vidas el fotógrafo simplemente se asoma puntualmente, que no tienen nada que ver personalmente con él, pero cuyo significado simbólico en la sociedad, en la historia, en la realidad o en la ficción, son importantes para el desarrollo de un discurso vital.
El poder de la familia en nuestras vidas, según Marianne Hirsch, frecuentemente traspasa los límites de la realidad para convertirse en un mito, el de la familia perfecta, el de la infancia feliz, el de ese tiempo añorado de la infancia, y se reconstruye a posteriori, después del paso del tiempo, con una memoria reconstruida, y especialmente a través de la contemplación sistemática de fotografías de la infancia, de la juventud de nuestros padres, de parientes desconocidos. Herramientas que nos sirven, descontextualizadas, para construir una historia ficticia de nuestra propia familia, de nuestra infancia. De nosotros mismos. En los álbumes fotográficos no todo es un cuento con final feliz y la realidad se va imponiendo. O tal vez una memoria no tan complaciente asoma entre las fisuras de cualquier familia.
En Sobre la fotografía, Susan Sontag afirma que una sola fotografía no explica nada, solo su contextualización en un tiempo y en un conjunto de imágenes puede construir una narración. Y una de las formas de desestabilizar el mito de la familia es crear una nueva narrativa alrededor de la tradicional fotografía familiar. Hoy, los álbumes familiares, un tema recurrente en la gran mayoría de los fotolibros, ofrecen visiones diferentes del mismo mito: la familia, el pasado, la muerte y la memoria.