Fotografiar arquitectura me gusta. A menudo, en mi trabajo siento una emoción parecida a la que se siente al resolver un jeroglífico, un crucigrama o un sudoku. Un reto en el que tengo que descubrir y comprender la razón de un volumen en el espacio para darlo posteriormente a conocer a través de otra forma, en este caso, dentro de los límites de un rectángulo. Es apasionante.
Un juego que, a partir de las decisiones formales de otra persona –el arquitecto– me lleva a entrar en sus razones, sus influencias, sus pasiones y también en sus “manías”. Disfruto leyendo en las paredes y el paisaje: el qué, el cómo y el porqué de un edificio. Transformar esta información en una geometría plana mediante la línea, la composición y la luz, es un placer. Es como escribir, pero con otro abecedario.
A través de arquitectos como Clotet, Tusquets, Vazquez Consuegra, Moneo, Navarro, Bohigas, Alvarez Sala, López Cotelo, Ruiz-Larrea, Gallego, Cruz, Ortiz, Garcés, Bonell, Tuñón, Mansilla, G. de Paredes y tantos otros, he podido conocer muy de cerca el territorio que me acoge, he conocido a otras gentes y otros lugares. Fotografiar arquitectura me ilustra: aprendo arte, historia, geografía, geometría, urbanismo, sociología, economía y psicología.
A lo largo de más de 30 años, son muchos los edificios que he podido fotografiar, muchísimos, pero de entre todos ellos, y sin ningún lugar a dudas, el que más ha influido en mi forma de comprender la arquitectura, ha sido La Alhambra de Granada: entorno, paisaje, materia, composición… ¡Algo imposible de describir!
Mi oficio, como tantos otros, tampoco está libre de sinsabores: variables meteorológicas, usuarios, propietarios, morosidad, arquitectos neuróticos y determinados editores no le ponen a uno las cosas fáciles y a pesar de todo ello, mi actividad me compensa enormemente. Es un trabajo que me permite practicar la contemplación a todas horas. Un oficio en el que puedo ver los atardeceres y ser testigo de las cosechas. Y, además, me da el aire.
Todas las imágenes cortesía del artista.…
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