En 1927 Berenice Abbott retrata a Eugène Atget, el fotógrafo adorado por los surrealistas y testigo del París del finales del XIX, de frente y de perfil, casi un testimonio policial de Bertillon. Le fotografía como la documentalista que aspira a ser: contar la realidad sin ficciones, aunque la realidad, visual también, sea siempre una ficción de picados y contrapicados; de ángulos y luces que relatan historias distintas en cada instantánea. Es curiosa la diferencia entre una y otra imagen: el hombre poderoso de frente y el anciano de perfil, esa imagen frágil que Abbott descubre en Atget, al cual entiende como pocos hasta entonces. Nada de ensueños bretonianos: Atget es, en palabras de Abbott, “un historiador del urbanismo, un romántico genuino, un amante de París, un Balzac de la cámara”. Son dos fotos llenas de maravillosos malentendidos y esa es su fascinación primera, poner en entredicho el concepto mismo de retrato documental. Al final, esta doble imagen despierta las emociones en la mirada, devela incluso las emociones y la generosidad de la propia Abbott hacia Atget cuando dedica sus esfuerzos a promocionarle, adquiriendo incluso los negativos a la muerte del fotógrafo francés.
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