Mamá Superwoman, el Padre, y los tíos, primos, sobrinos y demás familia
La familia es como un cerdo. Voraz y omnívora, ruidosa y a veces incluso sonrojante, pero de ella también se puede sacar mucho provecho. Nos exige respeto, compostura, pactos de honor y otros atavismos; pero a cambio nos proporciona alimento, refugio y excusas, compañía y hasta cariño. Y ya se sabe que, en momentos de crisis, la familia nunca falla… bueno, casi nunca. A algunos hasta les aporta el leit motiv de su trabajo, y ejemplos de ello abundan en todas las épocas y disciplinas creativas.
Pero ni la crisis ni el concepto de saga son exactamente los ejes sobre los que gravita el proyecto artístico de Enrique Marty (Salamanca, 1969). Íntimo, que no intimista; doméstico, pero no exactamente cotidiano, familiar pero apenas genealógico, el peculiar universo de Marty se expande, sí, por y con los miembros de su familia, y algo de estética y estrategia de teleserie podríamos encontrar en todo ello. Sin embargo, en la transformación y en la representación de los personajes -la Madre como Superwoman, el Padre con sus penumbras, y el resto de los miembros, niños y adultos, a caballo entre la pose consciente y la actuación histriónica-, éstos aparecen trascendidos en su individualidad, en los lazos que les puedan unir, y su alteración alcanza cotas cómicas y grotescas que los sitúan más cerca de la caseta de feria que de la placidez del hogar.
Al fin y al cabo, Enrique Marty puede considerarse un maestro de ceremonias que, Polaroid en mano, distorsiona en su trasvase a las pinturas, y también a sus esculturas, lo que ya habita en la comedia humana que se representa en cada familia. Las muecas y pasmos de los adultos y el alboroto perverso de los críos retumban como una percusión de fondo en la escenografía casera de mantel de cuadros y sofá estampado. La consanguinidad se licua entonces en leche y miel, pero también en sangre y hiel.…
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