Darío Escobar es una rara avis. Es uno de los pocos artistas internacionales de altos vuelos que suele utilizar la escultura para hacer objetos que articulan críticas importantes a la globalización a la vez que son declaradamente estéticos. Desde finales de la década de 1990, Escobar empezó a movilizar parvadas de objetos industriales y de consumo —vasos de McDonald’s, cajas de cereal, hule vulcanizado, parachoques y varios tipos de equipo deportivo, entre otros— para desmontar la realidad de una explosión global en el consumismo. Desde entonces, su forma de ver las cosas con nuevos ojos ha buscado, de manera consistente, alterar radicalmente las propiedades formales y conceptuales tanto de los bienes de consumo, como de los objetos de arte.
Uno de los aspectos más importantes de la obra de Escobar es que, normalmente, ofrece lecturas inestables de cosas que la mayoría de nosotros damos por sentadas. En manos de Escobar, una caja de Zucaritas de Kellog’s se vuelve un tesoro cubierto de hoja de oro; una hilera de bates de beisbol se convierte en un paisaje nocturno; una fila desordenada de setenta y cinco carritos de supermercado sugiere una visión moderna de Quetzalcóatl, el dios serpiente de los aztecas. Al paso del tiempo, Escobar ha hecho de la readaptación de estos y otros objetos comunes y corrientes su rasgo distintivo. Para citar al mismo Escobar, desde el momento en que se convirtió en un “artista global” su cometido ha sido “reconstruir la historia del arte desde el punto de vista de la inestabilidad misma”.
Los experimentos que Escobar ha realizado con reflectores de bicicleta y parachoques recuperados son solo algunas de las obras que hablan directamente de la necesidad del artista de evitar hacer objetos nuevos, mientras que usa sus propiedades físicas esenciales —forma, tamaño, peso y color— para despojarlos de las diversas ideologías que atrapan sus significados potenciales. En un caso, el artista realizó un mural de gran escala usando 2,500 reflectores, ignorando su valor de uso y, en vez de eso, haciendo énfasis en su valor “cinético”. En otra, Escobar volvió a cromar parachoques de coches accidentados y convirtió estos pedazos de chatarra en monumentos brillantes a los accidentes causados por el hombre. Ambos casos remiten a las vidas anteriores de estos objetos como dispositivos de protección, a la vez que transforman su relación con el trauma en un comentario inmanemente poético.
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