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Destrucción

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Joel Meyerowitz, Panorama of Site from World Trade Centre, serie Aftermath, 2001. Courtesy of the artist and Edwynn Houk Gallery, New York

Las ruinas contemporáneas ya no pertenecen a nuestros antepasados; son nuestras, y emergen de nuestro presente. Sobre las ruinas de una ciudad se levantan otras nuevas y relucientes, repitiendo un ciclo que se ha realizado desde el principio de los tiempos. La diferencia es que este proceso ahora ocurre aceleradamente delante de nuestros ojos. Shanghai y Beijing se han convertido en el gran referente de estos cambios urbanísticos: reconocemos en fotografías de estas ciudades una versión extrema de lo que todos testimoniamos en nuestras propias comunidades.

Joel Meyerowitz. South Tower Looking West, serie Aftermath, 2001. Courtesy of the artist and Edwynn Houk Gallery, New York

Las ruinas contemporáneas ya no pertenecen a nuestros antepasados; son nuestras, y emergen de nuestro presente

Las promesas de una vida más segura, limpia y eficaz de una sociedad tecnológica, han venido acompañadas de una destrucción a una escala sin precedentes. Cohabitar con la tecnología ha provocado un flirteo constante con el desastre. Se funden temores bíblicos –el castigo apocalíptico infligido por manipular el orden natural de las cosas– con memorias traumáticas del pasado reciente. Desde Hiroshima y Nagasaki, la aniquilación total ha entrado en nuestro imaginario colectivo. La representación de toda catástrofe es en realidad un retro-futuro, una imagen del desastre que siempre se espera con anticipada angustia. El 11 de septiembre del 2001, la ruina anticipada se cristalizó violentamente en el centro neurálgico del capitalismo contemporáneo. Las incesantes imágenes emanadas de este evento ya nos resultaban extrañamente familiares en el mismo momento de testimoniarlas en directo, debido sobre todo a películas catastrofistas cuyos efectos especiales nos han bombardeado repetidamente con simulaciones de ondas expansivas. Este grado cero del espectáculo cinematográfico nos permite cognitivamente procesar la perpetua amenaza, domesticar nuestras angustias, y así, poder continuar con nuestras vidas.

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