En aquella casa había construido mi guarida. Era una madriguera en la que, cuando estaba triste, me escondía como un perro enfermo, y bebía mis lágrimas y lamía mis heridas. Allí dentro estaba como con una chaqueta vieja. ¿Por qué cambiar de casa? Cualquier otra casa sería mi enemiga, y yo habría vivido en ella con sensación de rechazo. Veía desfilar ante mí, como en una pesadilla, todas las casas que habíamos visto y en algún instante habíamos pensado comprar. Todas me inspiraban una sensación de rechazo. Pensamos en comprarlas, pero en el momento en que habíamos decidido renunciar a ellas habíamos sentido un profundo alivio, una ligereza, como quien ha escapado, de milagro, de un peligro mortal.
Pero tal vez cualquier casa, cualquier casa podía, con el tiempo, convertirse en una guarida, y acogerme en su penumbra benévola, tibia y tranquilizadora.
Natalia Ginzburg, “La Casa”, Las tareas de casa y otros ensayos.
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