El paisaje idealizado
Arena por todas partes, distancias infinitas y una falta de referencias para un extraño. Así es el desierto por el que a medida que avanzas se van borrando las huellas. Hablamos de lo inconmensurable, del basto paisaje donde Balthasar Burkhard (Berna, Suiza, 1944-2010) se desenvolvía perfectamente gracias a la brújula que siempre le acompañaba en sus viajes. No viajaba en busca de grandes aventuras ni de imágenes inesperadas, sino en busca de un espacio donde plasmar aquello que ha imaginado previamente. Influido por el Land Art y el Arte Povera, pensaba previamente cada fotografía en detalle, esperando incluso años hasta que llegara el momento perfecto. Ya en el sitio, con su cámara de gran formato, esperaba también la hora ideal: las dos últimas del día están bien pero, sobre todo las dos primeras, cuando reamente se consigue el máximo detalle. Tampoco su fotografía acababa en el momento de la toma, seguía extrayendo esa imagen latente, esa imagen idealizada del paisaje también en los detalles de copiado, cuidando las reservas en el laboratorio.
A pesar de no considerarse a sí mismo como un artista sino como un fotógrafo, Balthasar Burkhard comenzó a interesarse por el arte desde los inicios de su carrera junto al comisario Harald Szeemann. De esta forma comienza a imaginar su colección personal de paisajes, de animales, de ciudades, de flores y mares. Siguiendo la tradición de sus admiradores Tanizaki Junichiro y Gustave Courbet, el fotógrafo suizo llega a conocerse como “soñador hiperrealista”. Año tras año, va forjando un archivo de espacios y animales que cuidadosamente ha ido extrayendo de sus contextos hasta llegar a construir su propio alfabeto fotográfico. A Burkhard no le interesaba viajar, sólo residir en los sitios, empaparse de esos lugares hasta conectar con esa imagen idealizada y conseguir capturar, no el paisaje sino algo más que reside ahí, algo que despierta sus emociones, un sentimiento.
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