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Helga de Alvear. Fotografía de Luis Asín. Cortesía del Museo Helga de Alvear

Ya sabemos que con la muerte llegan unos primeros días de elogios y flores, que se marchitan antes de que nos demos cuenta. Después llega el olvido. Nada más. Con el fallecimiento de Helga de Alvear las cosas pueden ser diferentes. Sobre todo, porque deja una colección de arte que es, con mucho y sin exagerar, la mejor de arte actual que hay en España, incluyendo las de todos sus museos de arte actual juntos, y digo arte de hoy, no de las vanguardias, ni de la primera mitad del siglo XX. Arte actual. Del que no hay nada en prácticamente ninguna colección, y lo que hay son tiros al aire.

Helga de Alvear es una mujer difícil de olvidar. En primer lugar, por su carácter y su figura poco o nada habitual en un panorama como el del arte contemporáneo en España. Una forma de ser arrolladora que podía decir y hacer lo más imprevisible en cualquier momento, a la que le daba igual a quien tuviera que gritarle si lo consideraba necesario. En segundo lugar, por una fortuna de nacimiento imposible de imaginar para cualquiera y que además anualmente crecía, gastara lo que gastara, dado su origen industrial. Dos aspectos que, por supuesto, han servido durante muchos años para generar todo tipo de envidias y maledicencias en torno a ella y sus actividades. Algo, por cierto, que a ella nunca le importó, o al menos nunca demostró que le importara.

Lo que tal vez no se dice lo suficiente es que la colección de Helga de Alvear es la más moderna e internacional de todas las colecciones de España

Antes de seguir quiero puntualizar que mi relación personal con Helga viene desde el principio de su llegada al mundo del arte, de los años 80, cuando entra a trabajar en la galería de Juana Mordó, a quien la ligaba una relación de cliente, compradora habitual, y aprendiz, nunca una relación de amistad. He publicado dos entrevistas en las revistas del grupo EXIT y nos hemos visto, hemos comido y hablado durante horas en España, Alemania, Suiza y otros países, allá por donde coincidiéramos. Muchas horas de confianza que presumo terminaron no solo en amistad sino en cariño personal. Y por lo que a mí se refiere, en una gran admiración y una sincera debilidad por una persona soñadora, un tanto infantil y caprichosa, pero de una bondad peligrosa y de una inocencia absolutamente incomprensible. Dos aspectos de su personalidad siempre me llamaron la atención, sin acabar nunca de comprenderlos totalmente: el daño que su padre le hizo prohibiéndole que se dedicara a la música –su mayor pasión desde la infancia–, y su absoluta admiración hacia el arte, la creación artística y la belleza. Esto es lo que marca su personalidad y, de alguna manera también, su necesidad de hacer algo, de intervenir, de estar presente en ese mundo de la cultura y de la creación. Muchas veces hablamos de escribir su biografía, pero ella nunca quiso, decía que con mis entrevistas ya había dicho bastante.

Helga Mûller nace en Kirn/Nahe, en el Estado de Renania Palatinado, junto a la capital Maguncia y al lado del río Nahe, un pequeño municipio que en 1936 era apenas un pueblo, eso sí, un pueblo rico. La Segunda Guerra Mundial acabaría con ese paraíso, pero para entonces su familia ya vivía en Suiza. Helga estudia en Lausana y en Berna, y posteriormente en Londres. Helga Mûller es una de las hijas de uno de los empresarios que hizo realidad el milagro alemán. La guerra, sus orígenes, el nazismo, el dinero familiar y la dispersión de hermanos y demás familia por muy diferentes países, desde Brasil a España, fueron temas de los que no hablaría nunca. Ni de la inmensa fortuna cuyos porcentajes anuales emplearía para formar una de las mejores colecciones de arte contemporáneo internacional, y no de España, sino del mundo. Eso sí, siempre con discreción. Hubo un momento en el que todos hablábamos de que la asistencia de Helga a las ferias de arte era más para comprar que para vender. Ella siempre te decía, medio en secreto, agarrándote del brazo, “ven que te enseñe lo que he comprado… es una locura, pero no lo he podido remediar”. El paseo por los pasillos de Art Basel o de la feria de Berlín, de Colonia o de cualquier lugar, era un paseo por el mapa del tesoro de una niña que había hecho travesuras. Como si se lo siguiera escondiendo a su padre. Esas confidencias, “vi su exposición y me encantó, pero claro, qué voy a comprar si era una instalación en toda la galería… Pues la he comprado entera, ya veré donde la pongo”, y su sonrisa de niña que ha vuelto a conseguir lo que quería, eran cada vez más habituales.

Helga de Alvear es una mujer difícil de olvidar

Fotografía de Helga de Alvear. Luis Asín. Cortesía del Museo Helga de Alvear

Con 21 años llega a España para perfeccionar su español. Ya habla perfectamente inglés, francés y por supuesto alemán. Hará un curso de Cultura Hispánica en la Universidad Complutense, de esos de cultura general pensados para las hijas de los más ricos, que siguió obedientemente hasta 1957, año en el que conoce en Madrid al joven arquitecto Jaime de Alvear. Se casan al año siguiente y Helga tendrá tres niñas, que crecerán rápidamente y ella se quedará sola y deprimida en su casa madrileña. Los amigos y un poco de ayuda profesional, junto a su constante búsqueda del conocimiento, la acercarán a Juana Mordó, una judía francesa de la que no podía ser más diferente en absolutamente todo: forma de vida, personalidad, costumbre e incluso gustos. No importa, Helga empezaría comprándole obra, tanteando lo que será su colección de arte. Empieza con la abstracción del grupo El Paso… y acaba dándole un cheque en blanco (literal) para que pague todas las deudas que la galería atesoraba, y la galería entera. La fecha de entrega del cheque sería el día del fallecimiento de Juana Mordó, que dejaba la más importante galería del país en la ruina, pero con una extraña heredera. Desde 1980, fecha en la que entra de aprendiz con Juana (otra mujer de carácter volátil y afición al grito y a la bronca con los subalternos), hasta 1984, que fallece Mordó, aprende qué es una galería de arte por dentro. En esa fecha coge las riendas de una galería que ya es suya, que de hecho, ya era suya desde hacía años, pero en la que había preferido ser la sombra, la aprendiz. Después llega el cambio de sede, la galería de Doctor Fourquet, un reclamo que generaría una zona de galerías en torno al Reina Sofia, con un nuevo nombre y una nueva orientación: lo más actual y lo mejor internacionalmente. El nombre será el suyo, Galería Helga de Alvear. En 2006, la creación de su Fundación, y tras eso, la búsqueda de una sede para su colección.

Hubo un momento en el que todos hablábamos de que la asistencia de Helga a las ferias de arte era más para comprar que para vender

Nunca quiso cedérsela al Reina Sofía ni a ningún otro museo: “no quiero que mis obras dependan del capricho de cada nuevo director”. Quería un centro, un museo que tuviera su colección como núcleo, inamovible y completa. Fue en Extremadura, en Cáceres, donde encontró el lugar, el momento y la persona (José María Viñuelas), convirtiendo una ciudad antigua y periférica en una de las mecas del arte actual en España. Pero todo esto ya es historia, está escrito y reescrito. Lo que tal vez no se dice lo suficiente es que la colección de Helga de Alvear es la más moderna e internacional de todas las colecciones de España, por supuesto incluyendo las del Museo Reina Sofía, el MACBA o el IVAM, incluso todas ellas juntas. Una colección que nadie podría haber reunido, excepto ella. Ella sola, con su criterio, su curiosidad y su dinero, su mal genio y su inmensa generosidad. Y su fuerza de voluntad. Una alemana que eligió España, la abstracción, el arte más actual, la discreción, y que nos deja en silencio, como llegó. Y nos deja una colección como fueron las de los reyes de antes, cuando eran reyes de verdad. Yo no sé ustedes, pero yo no la voy a olvidar.