Detrás de un escaparate todo parece más agradable, más bonito, más valioso. En este espacio capitalizado, anónimo e inhumano (quizás cabría pensar en una suerte de no-lugar, pues este no está configurado para ser habitado por el humano), se da cita lo ordinario bajo la pátina del esplendor, el brillo, la novedad. Allí se ensalza el objeto mercantilizado y, de esta manera, todo resulta menos inhóspito, menos desquiciado que de costumbre, aunque en este entorno, destinado al pasaje de nuestra mirada, se encubra un largo historial de explotación y malas prácticas laborales, u otros asuntos peores. En el escaparate todo (o casi todo) parece haber encontrado su lugar. Este nos devuelve siempre lo bello, que atrapa nuestra mirada, que reclama, seduce y cautiva nuestra atención. Esta es la lógica del capitalismo transestético en el que nos vemos sumidos, tal y como lo nombra y analiza Gilles Lipovetsky, quien afirma que estamos inmersos en la era del capitalismo artístico, cuando la batalla estética se juega todo el rato, en cualquier rincón y en todo momento, sobre todo en los espacios intermedios —allí donde nuestra mirada descansa y se ve confrontada—, por supuesto en los escaparates.
En estos casos, no es el objeto exhibido (o no solamente) aquello que conquista nuestra percepción estética, sino especialmente el propio dispositivo de exposición que, como el pedestal o el diorama en el museo, eleva el objeto exhibido, hasta otorgarle un aura de dignidad; lo envuelve con un hálito de belleza, un aroma de grandiosidad. Al posar la vista en el escaparate, aunque sea por un instante, en seguida cobramos conciencia de que aquella imagen que percibimos merece la pena ser mirada. Más aún si el escaparate nos reconforta con la sorpresa, la novedad, el guiño visual —divertido, colorido, luminoso, inédito—, como es, en efecto, el caso que ahora analizamos.
Al posar la vista en el escaparate, aunque sea por un instante, en seguida cobramos conciencia de que aquella imagen que percibimos merece la pena ser mirada
Actualmente, si uno pasea por una gran ciudad podrá súbitamente toparse en un momento dado con un escaparate alegremente decorado con puntos de colores, habitado además por una escultura de una mujer anciana de rasgos asiáticos que pareciera hallarse en el acto de pintar esos mismo topos o lunares que todo lo invaden: la fachada del edificio, la vidriera, el espacio interior del escaparate, los accesorios de la escultura, la ropa, el bolso… Se trata de la colaboración de la marca Louis Vuitton con la artista japonesa Yayoi Kusama. Esta alianza ha sonado fuerte en las últimas semanas; y es que la campaña de esta nueva colección de la compañía de moda de lujo francesa (fundada en 1854) en seguida se hizo viral. La campaña comenzó en las sedes de Louis Vuitton de Tokyo, Nueva York y Londres, cuando se instaló en los escaparates de estas tiendas un robot que simulaba ser la propia artista y que pintaba lunares, recordando a aquella performance de María Teresa Hincapié (Bogotá, 1989) Vitrina (1989), que realizó la artista colombiana en el escaparate de un local comercial ubicado en la Avenida Jiménez, aunque en esta ocasión con un sentido y significación radicalmente distintos. Vestida con una bata azul, asumió el rol de quien se dedica a las tareas del hogar y durante ocho horas consecutivas, a lo largo de tres días, trazó un retrato de lo que se suponía que implicaba ser mujer a finales del siglo XX, ejecutando tareas como barrer, limpiar, peinarse o maquillarse, ante la mirada asombrada de los peatones. En el caso de Yayoi Kusama, su performance robotizada, a modo de espectáculo para las masas, se concibió como un show de escaparate. Como si de un zombi se tratara, la artista parecía cobrar vida a trompicones en el escaparate. La visión resultaba un tanto espeluznante, cercana a la experiencia del Valle Inquietante (The Uncanny Valley), que consiste en una hipótesis proveniente del campo de la robótica y de la animación por computadora en 3D que afirma que cuando las réplicas antropomórficas se acercan en exceso a la apariencia y comportamiento de un ser humano real, causan una respuesta de rechazo entre los observadores humanos. Desde luego, de rechazo y desasosiego era la respuesta de quienes se paraban a ver a aquel robot hiperrealista dibujante, pero también de incredulidad, fascinación e incomprensión.
En efecto, esta suerte de simulacro zombificado ha hecho creer a muchos que, efectivamente, Kusama estaba llevando a cabo una gira internacional, de escaparate en escaparate, para pintar con lunares de colores las tiendas de Louis Vuitton. Como se puede comprobar en las miles de imágenes, tik toks, clips y demás documentos audiovisuales que han pululado recientemente por el ciberespacio, en la mayoría de los casos, este robot de la artista generaba en el espectador, el ciudadano que se topaba con esta imagen simulacral, una fuerte conmoción angustiante, la experiencia de lo siniestro y desazonador.
“Es algo con apariencia de ser humano que suplanta al ser humano original”
Jorge Fernández Gonzalo, escritor que ha reflexionado sobre lo zombi y la filosofía zombi, emplea en su libro el concepto zombi como una metáfora para hablar de un ser humano transformado, algo que muestra lo inhumano que habita en nosotros”. A lo que añade que el zombi “es algo con apariencia de ser humano que suplanta al ser humano original”. Definido por su condición simulacral, por anteceder y suplantar ontológicamente al sujeto de referencia, este proceso de zombificación acontecía igualmente en el caso de la escultura hiperrealista de la artista Yayoi Kusama, que se ha convertido en un meme viral en su apariencia robótica. Son tantas las imágenes de este simulacro-zombificado-escaparatista generado por Louis Vuitton, que hemos incluso llegado a olvidar su rostro genuino, el de la artista, que ha sido suplantado por la expresión de su mascarada, la del robot, que se ha convertido en la imagen privilegiada.
A lo largo de la campaña, otros hitos simulacrales han copado la esfera mediática. Por ejemplo, en París, Louis Vuitton coronó el edificio con una escultura gigantesca de la artista, un maniquí inflable enorme que abrazaba la sede parisina. Como si de Gulliver se tratara, este gigantesco ser nos ofrece todavía a día de hoy una imagen o metáfora muy clara y significativa: la de Yayoi Kusama abrazando a Louis Vuitton, la de la artista japonesa acercándose afectivamente a la compañía de moda de lujo francesa, en un gesto de amor, de dependencia, de pulsión mercantil, quizás. Pero, si afinamos un poco, si profundizamos en este caso (cosa que no ha hecho casi ningún medio, puesto que la gran mayoría se ha dedicado a hablar maravillas de esta novedosa colección, a excepción de la magnífica labor de los memes y las redes sociales), veremos que la cosa quizás es al revés, que funciona en un sentido opuesto y que, incluso, el abrazo debe ser visto en realidad como un abrazo perverso, venenoso, tóxico: el de una artista ingresada desde hace un lustro en un psiquiátrico a una empresa que le saca un ingente beneficio. Quizás todo no sea tan afable y divertido, tan bonito y superficial.
Este gigantesco ser nos ofrece todavía a día de hoy una imagen o metáfora muy clara y significativa: la de Yayoi Kusama abrazando a Louis Vuitton
Como sucede con la experiencia del Valle Inquietante, como les ha sucedido en las pasadas semanas a quienes vieron aquel robot pintor, como también pudieron comprobar quienes contemplaron esto desde las pantallas de sus teléfonos móviles, experimentamos la sensación de que algo turbio, oscuro, se oculta detrás de la fachada colorida, amistosa y lúdica del escaparate ornamentado, lleno de lunares, ocupada por una inánime inquilina. Esta, Yayoi Kusama, es una artista japonesa que a lo largo de su carrera ha trabajado con una gran cantidad de medios, incluyendo la pintura, la escultura, la performance y el arte instalativo, y cuyas obras exhiben, en su gran mayoría, su interés temático en la psicodelia por la repetición y los patrones. Pero su amplio trabajo y dedicación nunca sería correspondido con el éxito por su condición de mujer en entorno, el neoyorquino, plagado de grandes artistas-estrella (hombres). En los años setenta, la artista decidió por voluntad propia ingresar en una institución mental japonesa (hospital psiquiátrico en el que sigue a día de hoy). Sus alucinaciones, la depresión y el trastorno obsesivo compulsivo la distraían de su verdadera vía de sanación, el arte.
En la actualidad, apenas realiza apariciones públicas, aquejada por su mala salud mental y, sin embargo, es la artista viva más cotizada del mundo. Esto lo sabe más que de sobra Louis Vuitton. Sabe que hay artistas que lo venden todo, como Richard Prince o Takashi Murakami, con quien también ha colaborado la marca, generando igualmente productos de moda sumamente coloridos, divertidos, atractivos… Nos viene inevitablemente a la cabeza aquella consigna situacionista que nos recuerda Martha Rosler en su libro Clase cultural: “La cultura es la mercancía que vende todas las demás”. Ciertamente, la cultura, o mejor dicho, el arte contemporáneo, o mejor dicho, las grandes estrellas del arte contemporáneo, lo venden todo, y más si se genera un campaña a base de zombis, robots, espectaculares simulacros y lunares coloridos por todas partes. Ciertamente, moda y arte contemporáneo se llevan bastante bien. A partir de ahora, la consigna está bastante clara: el artista en primera plana, al escaparate. La cuestión moral queda relegada a un rincón, escondida en una esquina, camuflada y oculta por el fulgor de los colorines, el divertimento zombi, la apariencia alegre, ineludiblemente afable, jovial. Como sucede con Yayoi Kusama, con su simulacro, su robot zombificado, todo queda a simple vista, en el escaparate.