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Entre la fantasía y la realidad queda el vacío

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Postal de Magaluf de los años 60 del Archivo Casa Planas

Recuerdo, de pequeña, que mi madre me dejara en la calle de Punta Ballena y ver cómo su coche iba subiendo esa infame cuesta repleta de borrachos entre pubs y discotecas. Como una mallorquina de diecisiete años cualquiera, anhelaba salir de fiesta con mis amigas, a todos sitios, todos los fines de semana. Magaluf era, sin duda alguna, el escenario que más me perturbaba. Era un espectáculo en sí mismo. Una atracción que, aunque no estuviese pensada para mí, hacía que me sintiera como una turista más en mi propia casa. O, tal vez, esa era la diferencia: ellos podían escapar de su lugar de origen, sintiéndose en casa, lejos de casa.

Como si se tratara de una escena de How to have sex (Molly Manning Walker, 2023), la estética de Magaluf te atrapa, al igual que sucede en otros lugares del Mediterráneo: Benidorm, Torremolinos, Salou, Sant Antoni de Portmany, Ayia Napa en Chipre o, en el caso de la película, Malia, en Creta. Exactamente la misma imagen repetida en destinos diferentes: edificios enormes, colores flúor y gente deambulando sin rumbo, performatizando una felicidad vacacional y, sobre todo, una clase social que no puede aspirar a una alternativa más que a esta materialidad concreta. No obstante, había algo en esas ruinas del paraíso que me hacía perder la noción de la realidad y, al mismo tiempo, me seducía: ¿era la estética?, ¿el decorado?, ¿el urbanismo?, ¿por qué la gente que entraba en esa dimensión se comportaba de un modo tan raro?

Ser una espectadora en un paisaje extraño me lleva a pensar ahora en la sensación que tenían los visitantes de las exposiciones universales al adentrarse en las arquitecturas inmersivas de finales del siglo XIX y principios del XX. Me recreo en su impacto al visualizar la inmensidad del Globo Celeste, un dispositivo instalado en la Exposición Universal de París de 1900 que, decorado por fuera con relieves de figuras zodiacales, simulaba en su interior el cosmos y custodiaba, en el centro, una reproducción del planeta Tierra. Con un diámetro de cuarenta y seis metros, la maqueta transportaba a los cincuenta millones de visitantes –inicialmente especializados y, luego, con la intención de divertirse–, a un viaje espacial imaginario.

El Globo Celeste junto con la Torre Eiffel en la Exposición universal de París de 1900

Dejando atrás el Cosmorama –que se encontraba situado en los jardines del Trocadero–, y situándome en los Campos de Marte, el Mareorama era un dispositivo espectacular que ofrecía a los visitantes una travesía inmersiva de aproximadamente media hora. Configurado como una plataforma embutida en un monumental edificio, trescientos pasajeros podían abordar la cubierta del barco de vapor que zarpaba de Marsella y llegaba a Constantinopla. La atracción, que navegaba gracias a mecanismos hidráulicos que reproducían el oleaje, contaba con dos panoramas laterales en movimiento –en las bandas de babor y estribor– que iban disparando imágenes para brindar a los tripulantes la sensación de estar en alta mar. La experiencia mejoraba por momentos a causa de los efectos especiales: una iluminación que podía simular el amanecer, el atardecer, el día o la noche, así como fenómenos atmosféricos como tormentas eléctricas; la recreación de una brisa marina que humedecía las mejillas o una serie de aromas y olores típicos de los ambientes marinos1Lois, C. (2024), “El viaje inmóvil. La experiencia del Mareorama en la Exposición Universal de París 1900” Aproximaciones a la cultura visual del siglo XIX en Europa y Latinoamérica: tecnologías y espectáculos ópticos, mecánicos y luminosos, Nuevo mundo, mundos nuevos, nº 24, 2024. como la sal, las algas, la madera mojada o el hierro.

Me pregunto qué debían pensar los primeros turistas al ver ese espectáculo: ¿debían creer que estaban soñando?, ¿cómo podían distinguir aquello que era verídico de la ficción?  En todo caso, las palabras de la investigadora Sonsoles Hernández Barbosa resuenan en mi mente como un mantra: los espectadores no confundían la realidad con la ficción y, en el hipotético caso de que lo hicieran, la atracción se truncaba turbulenta, por efectos y malestares múltiples, recordándoles que estaban en el mundo. Náuseas, mareos y vómitos: justamente los mismos efectos que los turistas experimentan en Magaluf al aterrizar en la realidad que, hasta este momento, había sido enmascarada por la embriaguez.

Qué diferente es este otro carácter inmersivo: el del plano cenital desde el cual observas detalladamente la maqueta arquitectónica, que se encuentra ubicada en la recepción de un resort hotelero. Delimitada por un extenso perímetro de palmeras, puedes visualizar una serie de hoteles con sus piscinas y minigolfs, pequeños automóviles para desplazarte de un sitio a otro ahorrándote cualquier esfuerzo en caminar, y familias que acaban de comprarse un granizado azul pitufo, en un chiringuito y se lo están comiendo tranquilamente bajo una sombrilla. La atmósfera esterilizada de la maqueta domina el espacio, y su artificialidad impregna cada rincón de esta ciudad inventada.

Esta mirada desde arriba, desde la perspectiva de Dios, parafraseando a la artista Hito Steyerl, te aporta una sensación de control y de poder

A modo de mapa, para señalar tu ubicación exacta en el espacio y con la intención de que no te pierdas ni un segundo de la experiencia turística, la maqueta también te recuerda lo orgulloso que deberías sentirte al proyectarte allí. Esta mirada desde arriba, desde la perspectiva de Dios, parafraseando a la artista Hito Steyerl, te aporta una sensación de control y de poder –a diferencia de la sensación que percibían los visitantes del Globo Celeste, que experimentaban la sorpresa y la diversión– y te hace creer erróneamente que no eres un mediocre turista blanco, de clase media, y que aquello que estás viviendo es una merecida recompensa tras meses y meses sin parar de trabajar. ¿Cambiaría algo si estos turistas estuviesen en medio de la nada? ¿Si fuera el mismo lugar, pero en medio de un desierto o en la España vaciada? ¿No sería, acaso, la misma experiencia turística?

El turismo de “sol y playa” en las Islas Baleares se interconecta con otros destinos como el Caribe, Hawái y las Maldivas. Como una forma más de atracción turística que compite en el mercado global, el modelo turístico del “todo incluido” –de bajo precio y baja calidad– empezó a promocionarse a partir de la década de los 90 en paralelo a la comercialización de las villages de vacances y el boom de los resorts vacacionales en las islas del Caribe. Ambos modelos implicaron la misma experiencia inmersiva, con el precio del alojamiento, las comidas, bebidas y las actividades incluidas: el pack completo de relajación, comodidad y, sobre todo, entretenimiento y diversión. Citando a la periodista Anna Pacheco en referencia a la maqueta arquitectónica, el típico cartel de “Usted está aquí” –en relación a “Usted está aquí en las Islas Baleares o el Caribe”– sería más bien “Usted sigue aquí”2Anna Pacheco, Estuve aquí y me acordé de nosotros: Una historia sobre turismo, trabajo y clase (Madrid: Anagrama, 2023), p. 36., “en este resort”, puesto que deja de importar el lugar en el que te encuentras.

Exposición inmersiva La Nuit Étoilée de Vicent Van Gogh en Carrières de Lumières, Baux-de-Provence, 2019-2020

Esto me recuerda a cuando mis padres me llevaron a Disneyland París: una experiencia inolvidable desde la perspectiva de una niña de seis años. Los cowboys y los piratas de algunos pubs que veía de adolescente en Magaluf habían sido, anteriormente, Minnie Mouse, Donald, Pluto, personajes de Robin Hood y de Winnie de Pooh, en un inmenso escenario repleto de signos infantiles y espejismos de las sociedades capitalistas. Aquello que me parece increíble es cómo el fenómeno espectacular se adapta al lugar –como en los resorts hoteleros–, pero con la diferencia de que, en este caso, se eleva al turista por encima de la atracción. De este modo, la superficialidad, la artificialidad y la ficción superan la realidad, habitando el delirio, el sueño y la fantasía. Disneyland tiene éxito porque los visitantes del parque –especialmente los padres y madres– creen en el espectáculo. Una experiencia que queda, nostálgicamente y para siempre, en la memoria de todos los que pasan por allí.

Todas estas experiencias que he ido relatando durante el texto, consumidas principalmente por turistas de clase media, me llevan finalmente a reflexionar sobre las exposiciones inmersivas. Tener la oportunidad de sumergirte en las pinturas de Vincent Van Gogh, Claude Monet, Salvador Dalí o Gustav Klimt, colocándote unas incómodas gafas de realidad virtual y adentrándote en un escenario artístico en el que el espectador es invitado a jugar y a ser partícipe de la obra: ahora, el espectador puede convertirse en un personaje más del cuadro. Luces y colores saturados; formas y perspectivas distorsionadas. Se trasladan los decorados teatrales, los parques temáticos y las atracciones al museo. Sin embargo, este resultado dista mucho de una democratización del museo o de nuevas formas de accesibilidad del patrimonio; en realidad, se trata de nuevas formas de apropiación cultural a las que, como señaló el filósofo Jean Baudrillard, tan sólo podía corresponderles un vacío interior. Al final, reaparece la misma sensación que en Magaluf: la conciencia elitista de que el pago de la entrada ha valido la pena, con la diferencia de que se trata del culmen espectacularizado de todo aquello que has visto durante los años que has estado cursando el grado en historia del arte.

La imagen de portada pertenece al archivo de Casa Planas, organización que promueve la creación artística a partir de su archivo fotográfico del boom turístico con una visión ecologista y de pensamiento contemporáneo.

  • 1
    Lois, C. (2024), “El viaje inmóvil. La experiencia del Mareorama en la Exposición Universal de París 1900” Aproximaciones a la cultura visual del siglo XIX en Europa y Latinoamérica: tecnologías y espectáculos ópticos, mecánicos y luminosos, Nuevo mundo, mundos nuevos, nº 24, 2024.
  • 2
    Anna Pacheco, Estuve aquí y me acordé de nosotros: Una historia sobre turismo, trabajo y clase (Madrid: Anagrama, 2023), p. 36.