“¿Dónde está el Picasso muerto?”. Una y otra vez, allí por donde fueras en ARCO, en el recinto ferial de IFEMA durante los pasados días 22, 23, 24, 25 y 26 de febrero, escuchabas a algún despistado preguntar (o preguntarte): “¿dónde está el Picasso muerto?”. Si quizás por tu look parecías del staff de la feria de arte contemporáneo o si efectivamente trabajabas en ARCO en algún stand —fuera este del tipo que fuera: el stand de la Fundación Caja de Extremadura, un stand editorial de ArtsLibris como el nuestro de EXIT, el de una marca de cervezas o un foodtrack excesivamente caro—, vendieras más o menos obras, libros, cervezas o perritos calientes, por seguro fuiste víctima de ese bombardeo de interrogantes ansiosos, formulados una y otra vez de la misma manera: “¿dónde está el Picasso muerto?”.
Esta ha sido, sin lugar a dudas, la frase que más veces se ha pronunciado en la recientemente clausurada Feria de ARCOmadrid 2023. Este interrogante, reiterado hasta la saciedad, respondía al interés de los visitantes por encontrar una obra que ha sido noticia en periódicos y televisión, así como en cientos de artículos en internet durante estos días: Aquí murió Picasso, de Eugenio Merino. La obra, según cuenta el artista, consiste en “una atracción turística que ofrece una oportunidad única para inmortalizarse con un selfie, junto al cuerpo del artista, para celebrar el año Picasso”. Desde luego, el objetivo de esta pieza fue más que satisfecho —con éxito realizado, de eso no cabe duda—. De la misma forma que se repetían los interrogantes por la ubicación de esta obra cadavérica, también se multiplicaban por cientas, cada minuto, las instantáneas tomadas del (o junto al) cuerpo de resina de Picasso. Chas, chas, chas. Este acto de disparar sobre Picasso parecía afianzar su cualidad mortuoria —aunque hubiera quien, atemorizado, preveía la resurrección súbita del artista malagueño—.
“Una atracción turística que ofrece una oportunidad única para inmortalizarse con un selfie, junto al cuerpo del artista, para celebrar el año Picasso”
Entre la sensación inquietante y la risa, esta obra despertó la complicidad voyeurística de todos los públicos: expertos y aficionados al arte contemporáneo, niños y ancianos, picassianos y antipicassianos (los unos celebraban su estado exánime, su exhibición difunta; los otros conmemoraban su estatus monumental, festejando su presencia corpórea como homenaje)… Quizás la reacción más instintiva fuera la que tuvo el artista Antonio López frente a las cámaras de TVE, quien, en un paseo junto a Carlos del Amor, se postraba frente a la obra de Eugenio Merino y, después de varios segundos de silencio, comentaba sin mucho ímpetu: “Es muy sorprendente”. Eso, en efecto, no lo niega nadie.
Sea como fuere, Aquí murió Picasso cumplió aquella función y propósito para los cuales había nacido. Se convirtió en aquello que deseaba el artista, en aquello que había proyectado a priori sobre la obra: la transformación en “una atracción turística”, como si de un photocall de ARCO se tratara. Ciertamente, los días que duró la feria, el “Picasso muerto” pasó a ser una parada obligatoria en el tour a gran velocidad por el pabellón 9 de la feria para tomar un selfie (quizás también un vídeo de tu primo pequeño junto a la obra o de tu pareja olisqueando al pobre Picasso resinoso). De hecho se convirtió, para mucha gente, en un argumento o razón suficiente para acercarse a IFEMA a visitar ARCO este año.
Aquí murió Picasso cumplió aquella función y propósito para los cuales había nacido
En cambio, la cuestión que ahora nos concierne, pasados unos cuantos días de la celebración de la reconocida feria madrileña, es preguntarnos por el compromiso que susodicho cadáver entraña y moviliza. Es decir, la cuestión que aquí y ahora interesa, tras la clausura de ARCO, y después de los miles de interrogantes, noticias, fotografías y selfies vertidos sobre la obra —junto a la obra—, es cuestionar la supuesta potencia reflexiva, creativa y crítica de Aquí murió Picasso, que, a juzgar por su uso como locus turístico e instagrameable, como hito polémico al que acudir, parecía no trascender en gran medida su naturaleza espectacular y polémica de shock gratificante. Dudosamente parecía activar un espíritu crítico en aquel que la contemplaba durante unos pocos segundos; quien fundamentalmente se regodeaba en la experiencia estética de la apariencia hiperrealista de la escultura (del reconocido rostro y del pequeño cuerpo). Las preguntas, por tanto, son las siguientes: ¿el gesto burlesco y provocador de Merino suponía algo más que puro clickbait?, ¿qué tipo de reacción y respuesta causan en los espectadores este tipo de obras?, ¿cómo, para qué y para quiénes se materializa este tipo de propuestas de arte político —si así queremos llamarlo—?
Cada edición de ARCO cuenta con su propio Picasso muerto, es decir, con una obra (o varias) polémica que salta a los medios de comunicación y que es masticada, digerida y deglutida por decenas de periodistas culturales, bajo la forma de reseñas y artículos que reproducen la propia lógica del clickbait que la misma obra impone —lo que, para ser honestos, también se ha hecho parcialmente en este mismo artículo—: es decir, titulares llamativos que sirven de anzuelo y que, una vez cumplida su función (que entres a leer, que accedas a mirar), ya no tienen nada más que contar, no esconden nada, o casi nada, tras de sí (no hay soporte de pensamiento, no hay reflexión, no hay crítica).
Hace unas cuantas ediciones fue el propio Eugenio Merino quien copaba igualmente la esfera mediática con su Franco muerto metido en una frigorífico de refrescos (Always Franco), expuesto en ARCO en 2012, o con la obra del ninot del actual rey de España, que se presentó en la edición de ARCO de 2019 (obra del artista en colaboración con Santiago Sierra) y que luego fue quemado públicamente. De la misma forma, recientemente, también aparecía en numerosos periódicos y medios por hacer rodar las cabezas de los presidentes Trump, Bolsonaro y Putin. La obra, que consistía en una serie de esculturas hiperrealistas de cabezas de famosos políticos, se completaba con un vídeo en el que las susodichas cabezas servían de balón de fútbol. Por supuesto, el vídeo, preparado para ser viral, causó furor y fervor, llegando a ser escándalo público nacional en Brasil.
En esta ocasión, el pintor malagueño era la víctima escogida para esta tentativa de polemización mediática, en un año en que se cumplen 50 años de la muerte de Picasso. Pero Merino no era el único que aprovechaba el tirón del aniversario de Picasso para hacer una obra “crítica”. Otro Eugenio —¡va de Eugenios la cosa!—, este de apellido Ampudia, convertía el Guernica en un refugio militar. Como si el cuadro se plegara físicamente a las necesidades temporales de forma prematura, como si la obra respondiera a las vicisitudes bélicas de nuestro tiempo —las mismas que representa temáticamente y que atraviesan el lienzo—, el Guernica de Pablo Picasso se convertía en ARCO, de la mano de Eugenio Ampudia, en una ridícula casetilla (con apariencia de mobiliario ingenioso de Juguettos más que de cualquier otra cosa), titulada Refugio, a pesar de hallarse su entrada impedida, protegida con una catenaria.
Pero Merino no era el único que aprovechaba el tirón del aniversario de Picasso para hacer una obra “crítica”
Más allá de la evidente metáfora del arte como refugio —de la analogía de la obra de arte como cobijo, hogar, amparo, morada—, la pieza “recrea un modelo de construcción temporal estándar en los campos de refugiados utilizando la emblemática pintura Guernica (1937), de Pablo Picasso”, tal y como especificaba el artista. Este explicaba: “El Guernica, que representa un bombardeo sobre la población durante la Guerra Civil española, se convirtió desde el principio en un símbolo de denuncia de los horrores de la guerra. Para la realización de este proyecto, se partió de una impresión del Guernica en su tamaño real (3.49 m. x 7.77 m) que después fue dividido en nueve secciones […]. Así, el propio cuadro se convierte en Refugio. Este año se cumplen cincuenta años de la muerte de Picasso y estamos inmersos en una guerra en Europa. La posibilidad de construir un refugio a partir de una pieza de arte que evidencie la situación de emergencia en la que nos encontramos nos hace reflexionar sobre el papel del arte y la fragilidad de nuestra existencia”. Irónica es, por el contrario, la paradójica condición o naturaleza de un refugio cerrado al público, de imposible hospedaje, cuyo precio asciende a decenas de miles de euros, pero que el artista define como “un espacio que se puede habitar”, “un espacio de protección”. “El arte es compromiso y tenemos la obligación de enseñar nuestra mirada sobre el mundo y, si es posible, de intentar cambiarlo”, explicaba Eugenio Ampudia, a quien vemos asomarse desde dentro de su divertida caseta.
Ambas obras, las de los dos Eugenios, Merino y Ampudia, comparten un mismo espíritu creativo y poético. Adoptan la retórica crítica de la parodia y toman posición sin comprometerse en exceso, reproduciendo el propio gesto que justamente critican. Esto es, acentúan la frivolidad del arte contemporáneo, su falta de compromiso, de actuación política e implicación sobre la realidad social, así como su proximidad cómplice con el meme, el gag, la imagen banal y fútil, etc. De esto mismo se hace eco Jacques Rancière al analizar “las paradojas del arte político”, cuando pone de manifiesto cómo en este tipo de obras “el dispositivo se nutre de la equivalencia entre la parodia como crítica y la parodia de la crítica”. En esos caso, añade Rancière, “el modelo crítico tiende a su autoanulación”, es decir, la potencia crítica se desvanece.
Esta autoanulación del posible efecto crítico tiene lugar a causa de su éxito paródico, mediático, en el caso de la obra de Eugenio Merino. Como previamente se señalaba, esta pieza, ciertamente, cumple con el pronóstico o naturaleza que le otorga el artista, en calidad de “atracción turística”. Pero en ningún caso se puede hablar, como sí añade el artista, de una dimensión profundamente crítica y comprometida con nuestro tiempo: “una crítica al turismo de masas y a la industria cultural”, pues se nutre justamente de estos canales y estrategias como trampolín mediático, sin que ello suponga un impacto subversivo o crítico, sino todo lo contrario.
“Una crítica al turismo de masas y a la industria cultural”
Eugenio Merino afirma en sus redes que Aquí murió Picasso “cuestiona el papel del arte en el blanqueamiento de las políticas culturales del estado y el modelo urbanístico que impulsa, a través de su despolitización e instrumentalización de su valor simbólico”. Detengámonos en este punto por un momento. ¿En qué medida es tan diferente la capitalización simbólica, la instrumentalización y despolitización ejercida por el estado y museos como el Reina Sofía, que celebrarán este año con bombo y platillo el aniversario de Picasso con grandes exposiciones blockbuster, que aquella que pone en práctica el propio artista al crear un hito turístico en la feria de arte contemporáneo más importante de nuestro país y que más dinero mueve como es ARCO? Digámoslo claro —una vez más—: Aquí murió Picasso, en el seno de ARCO, en el expositor de la galería ADN, es una obra que se desactiva por completo, que pierde su carga crítica y su componente político, si alguna vez lo tuvo, y reafirma su naturaleza turística, mediática, sin exceder o sobrepasar esta dimensión. Se convierte en un mero anzuelo, un guiño burlón y divertido —en el mejor de los casos—, un gesto polémico, frívolo, cínico, inane y pasajero —en el peor de los escenarios—: una obra clickbait —en cualquier caso—. Alrededor de este Picasso escatológico de resina, la gente se agolpaba como un rebaño, y las fotos se multiplicaban por cientos cada minuto. Sus imágenes circulaban por redes como meme hecho realidad, como obra hecha meme. Nada más, nada menos.
Si retomamos las palabras del artista en lo referido a este proyecto comisariado por Javier Hirschfeld y Alfonso Silva, leemos: “Con el artista de cuerpo presente en la feria se abre un año, el 50 aniversario de la muerte de Picasso, que servirá para atraer más turistas y blanquear la Marca España. Se venderán más postales, más llaveros y más peluches del Genio Malagueño”. Esta crítica a la capitalización y mercantilización (estatal) de la obra y figura de Picasso contrasta en cambio con las declaraciones que exponía recientemente el propio artista en una entrevista publicada el pasado 20 de febrero en El Confidencial, donde Eugenio Merino comentaba: “que se entienda o no una obra no es el problema. El fracaso es no vender”. Por supuesto que una feria de arte es una cita del mercado del arte antes que otro tipo de evento y que el objetivo (o por lo menos el más relevante) es vender obra, sin embargo, sorprende la frivolidad con la que el supuesto “arte crítico y comprometido” de nuestro país abraza la vertiente más mercantil —entendida como éxito—, mientras que relega su función social y de reconocimiento, de interacción epistémica, estética y reflexiva con los visitantes, a un plano absolutamente secundario —como una contingencia del proceso y porvenir de la obra—.
“¿Dónde está el Picasso muerto?”. “¿Dónde está el Picasso muerto?”. “¿Dónde está el Picasso muerto?”. Todavía revuelan en nuestras cabezas aquellos interrogantes, repetidos incesantemente en la feria. Escuchamos aún a día de hoy estas preguntas, como un mantra que se reitera compulsivamente en nuestra cabeza. Y cada vez que nos asedia este eterno retorno ferial, volvemos la mirada a aquel Picasso muerto de Eugenio Merino, recordamos el paseo de Antonio López y su sencilla declaración (“Es muy sorprendente”), tan cargada de significación, así como también nos viene a la memoria aquel Refugio picassiano convertido en choza cutre.
Si dejamos vagabundear nuestra mente, quizás lleguemos a imaginar un destino último para aquel Picasso hiperrealista. Atormentados todavía por ese inquirir incesante del visitante ferial, por esa pulsión ansiosa por conocer el paradero de la obra clickbait, finalmente damos con la ubicación idónea para Aquí murió Picasso: el interior del refugio de Eugenio Ampudia, la íntima oscuridad de la caseta de cartón pluma. Allí, lejos de los flashes de las cámaras y las miradas turistizadas, descansaría verdaderamente en paz —tal y como rezaba la placa de mármol que acompañaba a la obra— el Picasso inanimado; allí, cobijado por los pliegues y repliegues de su propia obra, una y otra pieza, la de uno y otro Eugenio, multiplicarían exponencialmente su fuerza poética, es decir, su parodia inane, y acabarían por realizarse de manera apoteósica; allí el genio malagueño se fundiría con su obra magna. Esta sí sería una escena digna de contemplar: farsa de la farsa, clímax del homenaje despolitizado, instrumentalizado y viral. A la pregunta por excelencia, “¿Dónde está el Picasso muerto?”, solo cabría responder: refugiado. Una lástima, contestaría, por seguro, más de alguno.