“De no-lugar en no-lugar, siempre transitoriedad. De no-lugar en no-lugar, acelerada soledad. El metro es un no-lugar, la M-30 un no-lugar, la T4 un no-lugar, la pantalla un no-lugar”, canta el grupo Biznaga. Este tema de punk rock del grupo madrileño extiende la lista de no-lugares a otros espacios como la oficina, el gimnasio, el cementerio, etc. En el videoclip contemplamos a los integrantes del grupo, entre melancólicos y alienados, transitando por esta plural tipología de no-lugares: el Primark, un tanatorio, unas escaleras mecánicas, un McDonald’s, un pasillo interminable del metro… Si hiciésemos actualmente una catalogación o recopilatorio de no-lugares (definidos por el antropólogo francés Marc Augé como aquellos espacios que no pueden definirse ni como espacio de identidad ni como espacios relacionales o históricos), habría indudablemente que aumentar el número de escenarios recopilados en la canción y añadir, por ejemplo, los ascensores, los rellanos, los parkings o las salas de espera. Esta serie de ubicaciones inhóspitas se encuentran retratadas en el nº 88 – No lugares de la revista EXIT —de la mano de artistas como Peter Fischli & David Weiss, Raúl Belinchón y Lynne Cohen—, donde también se lleva a cabo una reflexión sobre la noción del no-lugar y sus diversas manifestaciones en la contemporaneidad.
En definitiva, la lista de no-lugares, hoy en día, pareciera interminable. Sin embargo, uno de los no-lugares nombrados en la canción de Biznaga (“No-lugar”) nos llama la atención inmediatamente por su singularidad y excepcionalidad: la pantalla. ¿Puede acaso concebirse nuestra experiencia virtual, nuestro circular cotidiano por el ciberespacio, también bajo la terminología del no-lugar? ¿Bajo qué circunstancias? ¿Qué supone esto en nuestra forma de estar en el mundo y nuestra experiencia estética?
En otro texto también se podría hablar de aquellos no-lugares, bajo la forma de archivos gigantescos en desiertos o depositados en el fondo del océano
Normalmente tendemos a considerar como no-lugares únicamente aquellos escenarios físicos que recorremos a lo largo de la ciudad, de forma fragmentaria y acelerada, y pocas veces se reivindica el ciberespacio y los entornos virtuales como no-lugares. En cambio, resulta necesaria una reflexión sobre esta tipología de no-lugares, pues estos se han convertido en la manifestación o tipología de no-lugar (en caso de que así podamos denominarlo) por la que circulamos con mayor frecuencia actualmente. (En otro texto también se podría hablar de aquellos no-lugares, bajo la forma de archivos gigantescos en desiertos o depositados en el fondo del océano, que contienen, vigilan y protegen todos aquellos datos que producimos a diario en nuestras redes sociales (nuestros clicks, favs, retweets, matchs, etc.); aquellos enormes contenedores de gran valor para las multinacionales que albergan nuestros data sets, que conocen secretamente nuestros gustos, lo que les permite a estas empresas dirigir su productividad en función de nuestra subjetividad. En su texto Arquitecturas en la dermis computacional, Pau Olmo presta atención a estos enormes espacios físicos jamás habitados por humanos, inhabitables por su constitución, y en donde descansa todo lo que somos: los no-lugares destinados a la predicción y la proyección de nuestras preferencias y aspiraciones. Pero centrémonos ahora en lo que nos concierne).
La experiencia espacio-temporal colapsa en este pequeño refugio nuestro
Imaginémonos en nuestro hogar, más concretamente en nuestra habitación, más específicamente frente a la pantalla de nuestro ordenador. Nos encontramos sentados cómodamente mientras chateamos, escribimos, vemos algún vídeo o leemos la prensa online; o mientras hacemos todo ello al mismo tiempo. En ese momento de navegación virtual intramuros se da un fenómeno inquietante, casi mágico: conectados a internet, el cuarto oscila entre la doble dimensión de espacio y lugar. La experiencia espacio-temporal colapsa en este pequeño refugio nuestro. Por una parte, nos hallamos en un entorno conocido, con el que nos identificamos, en el que además proyectamos nuestras aspiraciones y donde podemos restituir nuestras memorias, vivencias y recuerdos. Y, sin embargo, ajenos en muchas ocasiones a esa interioridad e intimidad, podemos estar buceando a gran velocidad por internet, saltando de web en web, de plataforma en plataforma, de imagen en imagen, de texto en texto, experimentando una experiencia acelerada, desatenta y sin fin por el ciberespacio.
En esa forma de experiencia, la relación con el hogar y el tiempo íntimo de uno se trastoca, así como la relación con el espacio de nuestra habitación y su temporalidad dilatada y afectiva. A este respecto, explicaba Remedios Zafra en su libro Un cuarto propio conectado. (Ciber)espacio y (auto)gestión del yo que, “antropológicamente, nuestro cuarto sería un lugar concreto pues contiene recuerdos y nos permite construir identidad. Pero es también un espacio como potencialidad, cuando, conectados, creamos itinerarios y márgenes virtuales”.
Acostumbramos a transitar a gran velocidad por aquellos entornos virtuales que conforman el ciberespacio, saltando de una página a otra con celeridad
Volvamos a la imagen que os proponía en el párrafo previo. Buceando en el espacio virtual al que nos catapulta inmediatamente la pantalla de nuestro ordenador, las realidades colisionan y se (con)funden en una forma de experiencia ambigua y quebradiza, en una vivencia dislocada de las coordenadas espacio-temporales. Y es que nos encontramos en el lugar por excelencia, el hogar —nuestro hogar, nuestra habitación, nuestro cuarto— y sin embargo nuestro itinerario por el ciberespacio, por las redes, medios o páginas webs que estemos consultando, puede ser de naturaleza anónima, casual y fruto de la deriva, sin hacer en tal caso de la habitación un lugar que habitar sino de circulación (virtual). Acomodados en nuestro sillón, o incluso recostados en la cama y con el portátil apoyado sobre nuestros muslos, acostumbramos a transitar a gran velocidad por aquellos entornos virtuales que conforman el ciberespacio, saltando de una página a otra con celeridad.
Pasamos de una página donde consultamos la edad de Kanye West a otra donde hemos buscado en YouTube un tutorial para desatascar lavavajillas. Al poco, desistimos y abrimos un videojuego, donde construimos un hogar que al poco derribamos a placer, y más tarde vemos un vídeo de ASMR para relajar nuestro cuerpo y nuestra mente, exhaustos a causa del estrés diario. Quizás al rato se nos ocurra leer un artículo sobre la importancia de incluir la granada en nuestra dieta o un libo en pdf. Leemos en diagonal, buscando las palabras clave, y luego abrimos Instagram. En ese momento, nos dedicamos a hacer scroll, y seguimos scrolleando hacia abajo durante unos minutos, con la mente en blanco, dejándonos alimentar por los estímulos visuales coloridos y los vídeos de gatitos.
Esto sucede en un circular hacia abajo, sin pausa, como si nos escurriéramos por la pantalla. En este saltar de un lado a otro, en este scrollear ad infinitum —en el que el cuerpo sigue al ojo y el ojo sigue al estímulo que no se detiene— ningún post, foto o vídeo ralentiza nuestro itinerario virtual por más de tres o cuatro segundos. Nuestra mirada salta, se distrae, brota, constantemente busca otra cosa, otro espacio sobre el que posarse. Con lo que la experiencia se asemeja al tránsito que realizamos, por ejemplo, en el pasillo subterráneo del metro al ir hacia el trabajo, cuando dejamos vagar la vista por los azulejos, la publicidad y los rostros de la gente con quien nos topamos de frente.
(Des)habitamos nuestro hogar sentados en el escritorio o en la cama, frente a la pantalla, en la pantalla
En este caso, nuestra mirada extática, ansiosa, bucea por los entornos virtuales, y así también nosotros; nuestro cuerpo vive de tal forma una experiencia estética acelerada y anónima —a pesar de hallarnos en nuestro cuarto—. Dejamos por un tiempo de recordar que nos hallamos en realidad en nuestra habitación y únicamente expectamos una nueva fuente de satisfacción pasajera, esto es, deseamos sin ser nunca satisfechos del todo. Así, esta experiencia agitada, vertiginosa, deseante, ansiosa y circulatoria en la que se quiebran nuestras habituales coordenadas espacio-temporales, no interviene en ningún caso en la conformación del lugar. Siguiendo de nuevo a Remedios Zafra podemos afirmar que “este tipo de movimiento por espacios de tránsito online podría también ser entendido como desplazamientos por no-lugares”. (Des)habitamos nuestro hogar sentados en el escritorio o en la cama, frente a la pantalla, en la pantalla, y circulamos hacia adelante, sin parar, hacia abajo, sin parar: cada vez somos más veloces.
Muchas veces, incluso, los no-lugares se dan la mano, se superponen en un mismo instante
Muchas veces, incluso, los no-lugares se dan la mano, se superponen en un mismo instante. Convergen y cohabitan al mismo tiempo: me refiero a esos periodos de tiempo en los que caminamos por una estación de autobuses o esperamos al metro con el móvil en la mano, circulando por un espacio físico al que apenas prestamos atención (la mínima para no chocar contra una farola o para no caer dentro de las vías del tren), al tiempo que tenemos la mirada fija en la pantalla de nuestro móvil, mientras nuestros dedos la acarician, de abajo a arriba, en ese scroll perpetuo al que estamos acostumbrados, que nos satisface de la forma en que también lo hace la nicotina. Esta circulación por el no-lugar físico se complementa con la circulación por el no-lugar virtual, el ciberespacio por el que transitamos sin detención ni ralentización posible. Nuestro caminar veloz por el espacio, sea gasolinera, estación o garaje, se acelera aún más en nuestra experiencia cotidiana debido a nuestro devenir virtual en el que nos hallamos perpetuamente saltando, pasando, cambiando, swipeando, scrolleando…
Me imagino así un entorno placentero (virtual) en el que descansar, donde reposar nuestra mirada (y nuestro cuerpo, nuestra mente)
Como última reflexión, y por apuntar hacia un horizonte propositivo, quizás podamos pensar que, de la misma forma que consideramos estos entornos virtuales como potenciales no-lugares, también se deba considerar estos recovecos o extensiones del ciberespacio como potenciales lugares, itinerarios subjetivizados y entornos que habitar. En esta línea, explica Remedios Zafra: “Asimismo, si la circulación por determinados espacios físicos permite crear lazos de pertenencia, cabría pensar si la circulación por espacios virtuales también nos permite crear estos vínculos y hacer lugares propios (un perfil de la red social sería tal vez el caso más evidente)”. El propio Augé abría la posibilidad de concebir todo lugar en su cercanía con el no-lugar y viceversa, dando a entender la contaminación e interferencia entre ambas nociones, en contra de cualquier lectura esencialista. Me imagino así un entorno placentero (virtual) en el que descansar, donde reposar nuestra mirada (y nuestro cuerpo, nuestra mente): un lugar del ciberespacio que se edifique como un jardín, entrelazado y dislocado, fuera del mundo pero en el mundo, y en el que poder extraviarnos, donde refugiarnos por un tiempo, como un dulce engaño. Esta forma de habitar que propicia el lugar antropológico, quizás también puede constituirse en el ciberespacio, en tanto que lugar-hogar, lugar-jardín, lugar-refugio, incluso lugar-para-la-fiesta, para la evasión, el disfrute, la holgazanería. Todavía (quizás ahora más que nunca) cabe la posibilidad, la necesidad, de crear en el ciberespacio un hueco de nuestra existencia donde dar cabida a esa “vulnerabilidad deshilachada” que se teje en común y que puede emerger en nuestras derivas e itinerarios íntimos por Internet.